Telva Lita Cabellut: "El arte me dio las herramientas para conectar con el mundo"

Se crió en las calles de El Raval de los años 60 y ahora es la artista española más cotizada del planeta. Su vida es como un cuento pero ella se niega a ser "un personaje de Dickens". Lita Cabellut, la artista gitana que se abalanza "como un puma" sobre sus lienzos, despliega su obra por primera vez en La Coruña y Barcelona.

Lita viaja acompañada de una troupe de ocho personas. A la inauguración de su exposición en La Coruña han venido cuatro de sus cinco hijos -sólo falta David, el mayor, 30 años-, su pareja -Robin- y algunos de sus ayudantes -su amiga y administradora, Christina, Alain y Eddie, su fotógrafo-. Cuando se reúnen con ella para comer tras una mañana de entrevistas, la rodean, le cubren de besos, bromean, le preguntan por su castigada rodilla -está pendiente de un implante de cartílago-. Lita es la matriarca y está feliz. Por momentos, parece que una orquesta de zíngaros va a aparecer detrás de ellos.

Su estudio, en La Haya, es una antigua fábrica de carrocería rodeada de altos muros. Una fortaleza en el corazón de la ciudad en un barrio residencial donde predominan las embajadas. Adquirió este edificio hace seis años. 800 metros cuadrados de estudio y 240 de casa -una especie de palacete italiano- separados por un patio y un jardín. "Compré una ruina y he construido un templo", dice. "De niña jugaba a hacer chabolas con palos y cartones, y de alguna manera lo sigo haciendo. Las casas donde he vivido están hechas a mi medida".

La estética industrial se mezcla con el arte egipcio y los tapices gobelinos que decoran la casa. Para entrar tienes que golpear un portón de madera. No hay timbre. "Es como un monasterio", dice. Su casa es orden y armonía. Su estudio es caos. Quiere que la frontera entre estos espacios esté muy marcada. En medio, árboles y flores que cuida ella misma. A veces no sale en varias semanas. Entre estos muros tiene todo lo que necesita. Algunos de sus hijos viven con ella y otros vienen a pasar temporadas o a comer. Traen a sus novias, a sus amigos y a veces también a sus ex novias. Tres de ellos son artistas y colaboran con ella. A la una, Andrea, la cocinera, sirve la comida en una gran mesa de madera. Se juntan diez, quince, veinte... Sobre las cuatro, sus dos ayudantes, un colombiano y un polaco, vuelven al estudio y preparan los lienzos en los que ella va a trabajar.

Cada cuadro de Lita tiene varias capas, a veces hasta doce. Esta estructura, hecha a base de pigmentos, tintas y aceites aplicados a distintas temperaturas, forma lo que ella llama la piel de sus personajes y pesa hasta veinte kilos. Cuando Lita considera que la superficie está lista, con las grietas y relieves que pide el personaje que va a retratar -ese craquelado que la ha hecho célebre-, se abalanza físicamente sobre el cuadro. Es un proceso de alquimia en el que ella se siente también un poco bruja, como las shuvanis gitanas. "En mi estudio me convierto en una salvaje. Trabajo con el lienzo sobre una mesa, en horizontal. Soy una atleta de corta distancia, explosiva como un puma. Entro en un delirio del que a veces no soy consciente", explica.

Se mueve frenéticamente como en una danza tribal alrededor del cuadro. Lanza cubos, pega latigazos con los rodillos, usa sprays y tintas de grafitis. Lleva una máscara, por los gases. Va descalza. El suelo está cubierto de salpicaduras de pintura. "En este caos absoluto la paleta, el lienzo y el estudio se hacen uno. Los materiales, la suciedad, la fluidez y los golpes están representados en el cuadro. Toda esa materia es para mí como la relación de un creyente con Dios. Los materiales son la voz divina del arte. Cuando termino estoy exhausta. Como un rockero después de un concierto. Es como si hubiera caído una bomba en el estudio. Mis ayudantes tardan más de una hora en recoger y limpiar el desorden cada día. Entonces cruzo el jardín y me suavizo al entrar en casa. Mi brutalidad se queda en el estudio. Soy un volcán por dentro, pero terciopelo por fuera".

Hace dos años Art Price (el índice de referencia en el mercado del arte) situó a Lita Cabellut como la artista española más cotizada del planeta, en el puesto 333 del ranking, con unos 500.000 euros de ingresos en subastas. Su galería, Opera Gallery, está en París, Londres, Nueva York, Tokio, Hong Kong, Dubai... Hoy, cada cuadro de Lita alcanza los 100.000 euros. Su obra no se encuentra en los museos españoles y apenas se le conoce aquí. A ella no le gusta hablar de cifras. "Es ridículo. Todos sabemos que es un juego del mercado. El artista está por encima de las clasificaciones", despacha. Este 2017 es el año de su desembarco en España, con un despliegue de 40 obras nuevas (en el Museo de Arte Contemporáneo Gas Natural Fenosa, MAC, de La Coruña, hasta el 1 de abril) que ha pintado para la ocasión en el último año y medio; y una retrospectiva en la Fundación Vila Casas de Barcelona (hasta el 27 de mayo).

Telva Lita Cabellut:

Lita se crió en la calle. Le molesta que el morbo de una infancia miserable se anteponga a su trabajo. "No soy una novela de Dickens", sentencia. Hace unos años contó a alguien en confianza los detalles de su vida, esa persona le traicionó y cuando Lita empezó a ser conocida, vio su historia publicada en Internet. "Mi biografía puede ser tremenda, pero soy mucho más que una niña abandonada. Soy una mujer, una madre y una artista que tiene mucho más que contar que el drama de su niñez. Existe la tentación de quedarse en la pena, en la autocomplacencia. Yo no acepté la miseria. Siempre tuve el afán de ser mejor".

Nació en Sariñena (Los Monegros, Huesca) hace 57 años. Su madre le abandonó y quedó al cuidado de su abuela, en la Barcelona de finales de los 60. "Me escapaba de casa. Vivía a mi aire buscándome la vida por las calles. Jugaba en los charcos, dibujaba figuras con unas gotas de aceite, creaba escenarios con unos soldaditos de plástico. Esa parte sentimental que la mayoría de la gente lamenta de una infancia traumática es falsa. Cuando eres un niño de la calle lo único que te preocupa es sobrevivir. No tienes conciencia de la miseria. Te acostumbras a las carencias. No anhelas una vida que no conoces. Ese sentimentalismo de fuera es mucho más penoso que la realidad que viven los niños de la calle".

Con diez años, murió su abuela y Lita ingresó en un orfanato. Allí imitaba a las bailarinas, montaba obras de teatro con los niños. Era una niña difícil de controlar, llena de vitalidad, no conocía las normas mínimas de comportamiento. Es fácil encontrar paralelismos con la vida de Coco Chanel o Edith Piaf, a quienes ha retratado en sus cuadros. Con doce años y medio, la adoptó una familia acomodada de El Masnou. "Estaba muerta de miedo. Una adopción es un tránsito violento a otro mundo. Prefieres quedarte en la realidad que conoces antes que arriesgarte a lo desconocido. Pasé de la nada absoluta al cariño".

Paquita, que así se llamaba su madre adoptiva, fue "un regalo del cielo". Era ya una señora mayor, con sus hijas emancipadas, y esto le permitió volcarse en la educación de Lita. "Era una mujer sobria, de pocas palabras pero con una gran fuerza espiritual". Matriculó a Lita en un colegio religioso, pero duró poco, la echaron. "Yo no aceptaba las normas. De pronto te decían siéntate, come bien, hora de acostarse... Aún no sabía leer ni escribir. Un cuñado de mi madre me dio clases particulares de historia, de literatura, de filosofía, me descubrió la poesía". A los trece años viajaron a Madrid y fueron al Museo del Prado. Delante de las Tres Gracias, de Rubens, Lita sintió un golpe brutal. "Ese cuadro me conmovió de una manera que nunca más he vuelto a sentir. Aquella emoción removió algo dentro de mí. Le dije a mi madre: Yo quiero hacer esto. Pensé: Quiero ser como ellos, quiero crear otros mundos porque el mío no me gusta. Hasta entonces, yo estaba encerrada en mí misma. No me comunicaba. Al volver a casa, buscamos un profesor de pintura. A partir de ahí, empezó otra vida. El arte me dio las herramientas para conectar con el mundo". Según Antón Castro, comisario de su exposición Testimonio, en La Coruña, su primer profesor de pintura, Miquel Villá, que había vivido las vanguardias pictóricas en París, transmitió a Lita "el respeto por los valores clásicos, por la tradición, por el cromatismo más emocional y la disciplina de las formas".

Siempre en rebelión, en un conflicto interior permanente, Lita sentía que había iniciado un camino que no podía terminar en la vida cómoda que le ofrecía su familia adoptiva. "Tengo una profunda necesidad de libertad", explica. "Pienso que no nos educan para ser libres, sino para aceptar lo que nos imponen, para permitir que otros piensen por nosotros y elijan lo que se supone que deseamos. Yo me he sentido libre siempre. Mi meta es el arte y eso me lleva hacia adelante".

Con esta tesis, que ha sido la proa de su vida, a los 19 años se fue a estudiar Arte a Holanda con una beca, y ya no regresó. Su madre adoptiva sufrió mucho con esta decisión. "Yo quería viajar, conocer, convivir con la gente. En Holanda me impactó la mezcla de razas. Viajé por toda Europa. Cambiaba dibujos y cuadros por el alquiler y la electricidad. Decoraba las paredes y los techos de las casas donde vivía, restauraba muebles, vivía del trueque. Recorrí África durante ocho meses en bicicleta. Jamás recibí un duro de nadie. Cuando tienes conocimientos, el dinero viene solo. Jamás he conocido a tanta gente pobre como estos últimos años, gente que lo único que tiene es dinero".

Sus comienzos en la pintura fueron complicados. A la vez, empezó a formar una familia. Conoció el Inocencio X de Velázquez y el de Bacon, que inspiró sus figuras espectrales. Estudió el tenebrismo de Rembrandt y el de Goya. Se fascinó con la perspectiva de El Greco. Exploró la tradición barroca española, los retratos que van de Zurbarán a Picasso, el uso del negro, los claroscuros. Explica Castro: "Es heredera directa de la tradición que evoca aún hoy aquella mirada adolescente en el Prado; todos sus rojos y negros son españoles, y hacen explícita la memoria de acontecimientos vividos, ligados al viejo barrio barcelonés de El Raval, a sus saltimbanquis, a sus payasos, a sus prostitutas".

"El arte es una gran catedral y yo me siento parte de esa creación colectiva", explica Lita. "Para crear hay que entregarse, sufrir, aprender a parar los golpes... Soy muy lorquiana. En mi casa siempre hay flores. Yo misma preparo los ramos, que a veces ocupan toda la cocina, flores salvajes. Incluso cuando era muy pobre, teníamos flores. No me gustan las obras definidas, montadas, perfectas. Mi técnica es descomponer para después volver a construir. Pienso en rostros, rastros y restos, en el camino que he andado para llegar hasta aquí. Soy una artista histérica. Necesito que mi equipo esté pendiente de mí, que me diga que voy a 250 por hora y me avise de que tengo que reducir la velocidad en la curva. No tengo ningún miedo. ¿La muerte? Es un tema constante en mi obra porque morir es natural. La muerte es la única certeza que tenemos desde que nacemos. Ser artista es fácil. Lo difícil es cuando pretendes hacer arte para conseguir otra cosa. Pienso, como decía Duchamp, que no hay que tomarse el arte tan en serio. Prefiero hablar con músicos y gente del teatro. Los artistas suelen ser muy pesados".

Lita lleva casi dos horas hablando sin apenas interrupción. Su monólogo es volcánico, sus ojos negros refulgen cuando señala sus pinturas nacaradas. "Pinto a los menos favorecidos, a los solitarios, a los que no les condiciona el qué dirán, porque creo que la sabiduría está más allá de las normas. Estamos saturados de reglas que nos impiden ver la verdad de las cosas. Me conmueve la fragilidad de las personas, la sumisión, la paciencia, la comprensión... Nos hablan de fortaleza, pero el estado natural del ser humano es la fragilidad. Somos muy vulnerables. Reconocerse débil no es una derrota".

Quizá esto explica que los retratos de Lita sean personajes desubicados, supervivientes, solitarios. Sus modelos son gordos, feos, enanos, antimodelos que rompen el estándar, a quienes viste, fotografía y da vida en sus lienzos. A una chica de 130 kilos le convierte en bailarina de ballet; a una mujer coreana albina casi ciega la transforma en su musa; a un anciano que no para de llorar le hace mago... "La brutalidad y la sensibilidad no están tan alejadas, sólo hay que saber conducirlas. Nunca pienso que las cosas salen mal. Pueden salir diferentes a como tenías previsto. A mis hijos les digo: No os preocupéis por el futuro. Aceptad las cosas como vengan y luchad por ser mejores. Haced como esa planta acuática que se deja llevar por los remolinos del río, tened paciencia y saldréis a la superficie. La alegría, el sufrimiento, todo es temporal. Yo no siento mi vida como una tragedia. He tenido muchos altibajos, pero ahora no puedo imaginar una vida más plena. El privilegio del artista es la posibilidad de escapar, de volar a otros mundos".

La tribu de lita

A lo largo de la mañana en la que realizamos este reportaje, pregunta varias veces por ellos. "¿Han llegado ya?". Sus hijos le acompañan allá donde vaya y algunos colaboran con ella. "Necesito su cariño cuando salgo de la masacre del estudio", dice. Marta es su asistente personal. Luciano (con gorra, el segundo por la izquierda), estudió Antropología en Oxford y "quiere cambiar el mundo". Winston (el rubio y el único que no habla castellano) es adoptivo, se dedica al video-arte y ha inspirado algunos retratos de su serie Acróbatas de la ciudad. Y Arjam, también artista (tiene una instalación en el hall del museo), es su modelo para los retratos de Camarón, el gran ídolo de Lita. En esta foto sólo falta David, el mayor (30 años), que es músico.