Ante todo una apasionada de la lengua, Pilar García Mouton es filóloga, profesora, especialista en dialectología y geografía lingüística, miembro de la RAE, investigadora, divulgadora... Hace 20 años publicó 'Así hablan las mujeres', un libro apasionante donde diseccionaba las diferencias (enormes) en las formas de comunicar de ambos géneros, muy útil a la hora de entender los obstáculos e interferencias que a menudo se producen cuando un hombre y una mujer inician una conversación.
La gran pregunta, y por eso acudimos de nuevo a ella, es: ¿Cuánto han cambiado las cosas, si es que lo han hecho, en estos 20 años, en la forma que tenemos mujeres y hombres de relacionarnos verbalmente? ¿Nos entendemos mejor o igual de mal que antes? ¿Hemos limado nuestras diferencias comunicacionales?
Entre estas diferencias, por ejemplo, destacaba García Mouton en su libro cómo los hombres van al grano mientras las mujeres se extienden en los detalles; cómo ellos tienen un estilo de corte informativo y ellas con mayor carga emocional; cómo los varones prefieren llamar a las cosas por su nombre mientras las mujeres optan por el eufemismo; cómo donde ellos afirman, ellas preguntan; o cómo para ellos hablar es sinónimo de problema, mientras para ellas, lo es de solución... La conclusión que obtenías de aquel libro era que, lejos de la fisiología, la biología y la genética, el elemento que más contribuye a la incomprensión entre ambos géneros es la palabra. Y la pregunta subsiguiente era, forzosamente, ¿estamos condenados a no entendernos debido a nuestras distintas actitudes ante el lenguaje?
"Son diferencias pequeñas que no llevan a la incomunicación, pero pueden crear ciertas dificultades o malentendidos", nos tranquiliza hoy la experta. Y añade: "De todas formas, al ser cada vez mayor la convivencia de mujeres y hombres en la educación, esas diferencias se están reduciendo considerablemente".
El lenguaje configura en gran medida la realidad, y no solo al contrario, algo que muchas personas no acaban de creerse, y que da pie a decenas de polémicas en redes sociales. Por ejemplo, cuando grupos sociales se apropian de una palabra que se utilizado para insultarlos -como ha sucedido con 'maricón'- y la enarbolan resignificada como una bandera de resistencia. En el lado contrario, cualquier intento de avance en el lenguaje inclusivo (tal vez porque hasta ahora las fórmulas no hayan sido las más acertadas) ha obtenido de manera instantánea reacciones generalizadas que se andan entre la indignación y la burla.
También han acabado en fracaso los intentos desde distintos colectivos de que la Real Academia de la Lengua modifique en su diccionario el significado de una palabra (uno de los casos más sonados fue la petición de que eliminase el sentido peyorativo de 'cáncer' y otro, bastante vergonzante, el que emprendió en 2018 una marca cosmética, secundada por famosos como Ana Polvorosa, Paco León, Agatha Ruiz de la Prada y Bárbara Lennie, para que cambiase la definición de 'maquillaje'). Todos ellos olvidaban que, como nos recuerda García Mouton, "intentar cambiar desde arriba nuestra forma de hablar es algo condenado al fracaso, porque no se puede cambiar la lengua artificialmente". Sería mucho más efectivo, explica, tratar de prestigiar determinados usos lingüísticos, o de desprestigiar otros, "porque es el prestigio el que mueve la lengua de la comunidad en una dirección o en otra. Si la realidad es injusta, se debería corregir, y entonces la lengua, aunque refleja con retraso los cambios sociales, cambiaría".
Uno de los indicios más evidentes de que nuestra lengua sigue anclada en un patrón masculino lo encontramos en la forma que tenemos de insultar. Casi todos los grandes insultos de nuestra lengua están relacionados con el sexo femenino. Se es 'hijo de puta' o se es un 'cabrón' (en ambos casos víctimas de una 'mala mujer'), o incluso se es un 'coñazo' de persona... Hasta la palabra 'borde', que originalmente se refería a un hijo ilegítimo (que se situaba al borde del papel en el árbol genealógico), tiene a una mujer como (maligna) causa última.
Pero volvamos al punto de partida, que nos hemos ido por las ramas (y no por las del árbol genealógico), a cómo hablamos las mujeres y a si nuestra forma de comunicarnos nos beneficia o nos perjudica en el contexto actual.
En el libro de García Mouton se decía, por ejemplo, que las mujeres solían ser más 'dulces' al comunicar para no parecer agresivas. Si trasladamos esto al contexto de la empresa, ¿juega realmente a nuestro favor o en nuestra contra?
Tras advertirnos de que esa afirmación era "una generalización", la experta explica que "eso era, y es, resultado de una educación de siglos. Sin ir más lejos, los manuales de educación de las niñas del siglo XIX eran clarísimos en ese sentido. Les enseñaban a hablar poco, no pedir, no exigir, ni protestar y a conseguir objetivos por recursos indirectos a través de unos modales y una cortesía diferentes de los que se enseñaban a los niños".
En cuanto a la cortesía femenina en el contexto actual, García Mouton cree que puede jugar un doble papel: "Abrir caminos en la exposición de problemas y ayudar a encauzar debates, pero también, si es excesiva, puede jugar en contra, si desvaloriza la imagen de la mujer. En cualquier caso, la cortesía femenina, bien interiorizada, se considera socialmente positiva y, a veces, se atribuye como un plus a hombres con habilidad lingüística, de los que se dice que son capaces de sacar partido a su 'lado femenino'.".
Esto nos lleva, inevitablemente, a una idea que durante las últimas dos décadas se ha repetido hasta la saciedad. Tanto se ha repetido que hasta nos la hemos creído todos..., a saber, que las mujeres son jefas más integradoras, comunicativas, conciliadoras... ¿Pero bajo esta creencia no se esconderá precisamente el hecho de que llevemos ese corsé comunicativo bajo el cual palpita la misma realidad desnuda de los varones? ¿Vamos, que la forma de comunicar puede ser distinta pero el fondo es idéntico?
En efecto, explica Mouton, puede que un acercamiento más cortés encubra una misma realidad, "pero también es verdad que las mujeres tienen menos historia a sus espaldas en puestos directivos y eso les permitiría aprovechar sus reconocidas habilidades lingüísticas para crear un ambiente de trabajo menos agresivo del que resulta habitual en algunos entornos masculinos".
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