Esta crónica fue seleccionada como uno de los mejores 39 trabajos de periodismo narrativo que se publicaron en el mundo en 2018 (tres de ellos en español) y es finalista del True Story Award que se entregará en la ciudad de Berna, Suiza, el próximo 31 de agosto.
El Tapón del Darién es un bloque vegetal que se extiende en la frontera entre Panamá y Colombia. En este lugar, debido a la complejidad que plantea una selva impenetrable, se interrumpe la carretera Panamericana. Es considerado uno de los lugares más biodiversos del planeta. Sin embargo, su densa vegetación se ha convertido en el telón propicio para el paso irregular de migrantes y el narcotráfico.
BBC Mundo pasó siete días allí para relatar cómo es este lugar, que fue definido por el periodista estadounidense Jason Motlagh como "el pedazo de jungla más peligroso del mundo".
El recorrido comienza en el mismo lugar donde para otros termina: en la entrada norte de la selva.
"Esto es un campo de concentración. Hace varios días que estamos aquí, no nos dejan salir y vivimos en las peores condiciones".
El que habla es Mohamed Nasser Al Humaikani. Delgado, de hablar suave y mirada dócil, alrededor de su cabeza orbitan decenas de moscas. Él las espanta con las manos, pero es un esfuerzo inútil. Los insectos regresan, dan varios giros y finalmente se posan sobre su piel sudorosa.
Mohamed es yemení.
A principios de agosto de 2017 fue sorprendido por efectivos del Servicio Nacional de Fronteras de Panamá, el Senafront, mientras atravesaba de sur a norte el Tapón del Darién, un bloque selvático de 575 mil hectáreas entre Colombia y Panamá.
Iba camino a Norteamérica y lo interceptaron después de que había deambulado por durante cuatro días a través del territorio espeso del tapón. Dice que se rindió debido al agotamiento y que se dejó llevar sin oponer resistencia hasta la base militar de Metetí, a unos 250 kilómetros al este de Ciudad de Panamá.
A 3.500 kilómetros de Estados Unidos y a casi cuatro veces esa distancia de su país natal.
Y desde entonces no ha podido continuar su viaje. En esta especie de embudo migratorio se encontró con otros seis compatriotas en su mismo estado.
Los yemeníes varados son solo un síntoma de una condición crónica.
En los últimos tres años, Panamá ha recibido desde Colombia una oleada de migrantes originarios de países tan diversos como Cuba, Haití, Bangladesh o Somalia, todos decididos a aventurarse por el Darién para llegar, muchos kilómetros después, a Estados Unidos.
El subcomisionado Jorge Gobea, coordinador de temas migratorios del Senafront, luce un poco joven para su condición de comandante. Es alto y su uniforme está limpio y prolijo como si acabara de salir de un desfile militar.
Detrás de él, bajo una enorme carpa blanca con suelo de tierra, deambulan unos 42 migrantes.
Son los huéspedes de este campamento que levantaron las autoridades panameñas para darles alimentación, alojamiento y primeros auxilios -además de registrar sus datos personales- y que bautizaron, muy en el estilo rimbombante de la burocracia latinoamericana, Estación Temporal de Auxilio Humanitario.
Aquí todos lo conocen como la "Etah".
De acuerdo a Gobea, la mayoría de los casos que recibieron en 2016, cuando marcaron la cifra récord de 27.000, fueron ciudadanos cubanos que querían aprovechar las ventajas de la política de "Pies secos, pies mojados", que les permitía recibir la residencia legal si lograban llegar a territorio estadounidense.
Muchos expertos coinciden en que el viraje que dio Barack Obama en las relaciones con Cuba, a finales de 2014, tuvo que ver con ese éxodo masivo.
"Muchos cubanos me decían que sospechaban que con la nueva actitud diplomática de Obama los privilegios ganados durante el embargo se les iban a acabar. Y se apresuraron a utilizar la ruta del Darién antes de que fuera tarde", dice el diácono Víctor Berrío, presidente de la filial panameña de Cáritas, que atendió personalmente a los migrantes en la capital.
Gobea se abstiene de comentar sobre el asunto, pero sí nos dice que durante los momentos más complejos de la crisis a diario se encontraban entre 20 y 30 cubanos de a pie.
Ahora no hay cubanos, desde que Obama derogó la "Pies secos, pies mojados", a fines de 2016.
Pero sí africanos y asiáticos. Y expatriados yemeníes, que huyen del feroz conflicto que devasta su país desde 2015 -con más de 12.000 muertos, un millón de desplazados y una saga de hambruna y cólera- y caen en cada patrullaje del Senafront.
De acuerdo a la Dirección Nacional de Migraciones de Colombia, solo a dos ciudadanos yemeníes se les expidió un salvoconducto temporal en la ciudad de Turbo para salir del país hacia Panamá en 2016.
En 2017 fueron ocho.
La Etah de Metetí está ubicada en los fondos del complejo militar.
Está rodeada por una valla metálica y dentro de la carpa hay tres hileras de literas cubiertas por colchones marchitos y sucios donde los migrantes pasan los días.
Aguardan por una respuesta mientras se esconden como pueden de un enemigo que ni siquiera tuvieron que sortear cuando estaban en la selva: las moscas.
Las golpean con toallas, pero son demasiadas. Algunos intentan inútilmente agarrarlas con golpes súbitos de las manos para lanzarlas contra la pared y quizás ahogar así la frustración de la espera.
Gobea se para frente a la audiencia que apenas le entiende y solicita a alguien que hable inglés. Mohamed se levanta y se acerca. Camina tan lento como habla.
La intención, le dice el comandante, es que cuente lo bien que ha sido tratado en Panamá.
Mohamed es el mediador entre los militares que los custodian y sus compatriotas, que se apeñuscan dentro de un solo grupo de literas convertido en refugio colectivo.
Todos son hombres, visten bluyines opacos, las camisetas con las que llegaron el primer día y que han lavado una y otra vez, y arrastraderas de goma cubiertas con colores vibrantes y moldeadas como réplicas de autos de carreras.
Uno de ellos, dice Mohamed, está bastante enfermo.
"Tiene fiebre. Y aquí nadie nos presta un servicio de salud adecuado. Apenas algunas pastillas", explica en murmullos, mientras deja al descubierto una protuberancia infectada que tiene su compañero en el tobillo izquierdo.
Antes de que estallara el conflicto en Yemen, Mohamed ejercía su profesión de médico general en Saná, la capital del país, y es gracias a ello que puede hablar otro idioma: la mayoría de los textos que debía aprenderse en la escuela de medicina estaban en inglés.
Pero sus compatriotas solo hablan árabe. Hacían de obreros o artesanos y no vivían en la capital, sino en otras localidades como Taiz, Al Hudaydah o Al Bayda.
Ahora miran a Mohamed con la expresión de quien ve el mundo acabarse allí, después de atravesar la selva y cuando el "sueño americano" parecía que estaba más cerca.
Además, se dirigen hacia un país donde el gobierno los rechaza: al comienzo de su mandato, el presidente de EE.UU., Donald Trump, impuso un veto migratorio a cinco países de mayoría musulmana, entre los que se encontraba Yemen.
¿Cómo llegaron hasta acá?, le pregunto a Mohamed.
"Yo volé hasta Ecuador, que es uno de los pocos países que no nos pide visa. Allí me encontré con varios de ellos", dice y señala una de las literas donde dos compañeros duermen la siesta bajo el zumbido constante del mosquerío.
"Después tomamos un bus hasta Turbo (Colombia) y allí nos adentramos en la selva para atravesarla".
¿Y cómo fue el paso por el Darién?, quiero saber.
Se pasa la camiseta por la cara para enjugar el sudor. La humedad bajo la carpa resulta asfixiante, pero es la mejor opción. Afuera el peso sol es sencillamente intolerable.
"Fueron los peores cuatro días de mi vida", responde sin dudarlo.
"No teníamos muchos recursos. Vi a la gente hundirse en el agua, porque querían cruzar los ríos pero no sabían nadar. Después me encontré con varios jóvenes, muy jóvenes, que lloraban desconsolados porque no podían más".
A los peligros que encierra el monte, donde cualquiera es blanco fácil de las serpientes o los jaguares, se suma la sigilosa operación de un cartel de tráfico humano cuyos alcances son difíciles de cuantificar.
A mediados de este año, la Interpol junto a la Policía Nacional de Colombia publicaron un informe en el que señalaban que el negocio del tráfico de migrantes a través del Darién factura semanalmente cerca de un millón de dólares.
Muchos de quienes entregan sus ahorros a algún coyote son abandonados en la mitad de la manija, deambulan extraviados -sin agua y sin comida algunos- hasta que, tal vez con suerte, los detectan los soldados del Senafront.
- ¿Por qué escoger esta ruta, tan lejana, violenta, si Europa está mucho más cerca?
- Porque tenemos más opciones de que nos reciban como refugiados. En Europa nos seguirían tratando como migrantes, no como refugiados. Y nuestro país está ardiendo y allá no podemos volver.
- Pero ustedes sabían cuando viajaron hasta acá que en Estados Unidos hay un veto migratorio para ustedes que son de Yemen...
- Pero es que nosotros no vamos a Estados Unidos, vamos para Canadá.
Se voltea y lo dice también en árabe, buscando la confirmación de sus compañeros de travesía. Todos asienten, callados.
La sola idea de que, si logran superar este escollo en Panamá, aún les queda viajar por todo Centroamérica y México, entrar por la vigilada frontera sur y cruzar el territorio estadounidense de lado a lado convierte su travesía en inconmensurable.
Mohamed interrumpe el silencio. Para él lo más importante es que los dejen pasar y que les devuelvan los pasaportes. El resto lo van a resolver en el camino.
"Salimos de una jungla para llegar a otra. Le doy una idea de cómo estamos acá: preferimos ir a hacer nuestras necesidades en los árboles y que nos muerda una serpiente venenosa que ir al baño en este campamento".
El subcomisionado Gobea, quien se mantiene firme frente a nosotros, señala que no hay ningún tipo de discriminación, mucho menos por nacionalidad.
"Nuestra única intención es coordinar el flujo de la migración irregular por Panamá. Y a todos los que llegan aquí les intentamos dar la mejor atención. Comen nuestra comida y se bañan y beben de la misma agua que nuestros soldados", dice.
Por su parte, el Servicio Nacional de Migración de Panamá, al ser consultado por BBC Mundo sobre los yemeníes demorados, señaló que "no se referirá a este tema por políticas de seguridad".
Pero Mohamed está seguro de que hay algo más.
"La gran pregunta es por qué no nos dejan salir de aquí. ¿Le están haciendo el favor a Estados Unidos? Los migrantes de otras nacionalidades vienen, están un par de días y después siguen hasta la frontera con Costa Rica".
Mohamed levanta la mano y muestra una banda fluorescente atada a su muñeca con el número 3.405. Se la pusieron el día que llegó. Las manillas de los otros ocupantes de la carpa, en su mayoría originarios de Bangladesh y África Oriental, pertenecen a la serie del 4.000.
"Y nosotros, los de Yemen, seguimos aquí".
Mohamed y sus compañeros, luego lo sabremos, se quedarán todavía un par de semanas en Metetí, antes de que los lleven a Ciudad de Panamá y los devuelvan a su país de origen.
En la salida de la base militar nos encontramos con un bus repleto de migrantes de distintos países africanos, que llegaron a Panamá después de atravesar dos selvas: el Amazonas, por Brasil, y el Darién.
Van de salida. Dentro del bus, se palpa el sentido de urgencia: cuando nos montamos, nadie parece dispuesto a hablar. Es una vitrina de rostros postrados por la necesidad. No se resisten a tomarse una foto siempre y cuando sea rápido.
Solo quieren avanzar.
Finalmente uno de ellos alza la mano, Ibrahim. La camiseta de fútbol que lleva puesta delata su país de procedencia: Sierra Leona. Nos habla de la pelota, de Falcao, de Messi. De su sueño de llegar a Estados Unidos.
"Mi hermana me dijo que no volviera. Que pasara lo que pasara, no regresara porque la situación en mi país es terrible".
Cuando le cuento que voy a atravesar el Tapón del Darién, abre los ojos grandes.
"No lo haga. Si yo hubiera sabido que iba a ser así, no habría venido por acá. Nos fuimos sin guía y nos perdimos, tuvimos que dormir a la intemperie pensando que nos iba a comer un tigre (jaguar), atravesar ríos nadando, los mosquitos, caminar sobre el lodo por horas enteras", enumera alarmado.
"Yo aguanté porque soy hombre y joven, pero ella casi no lo logra", dice y señala a su compañera de asiento.
La mujer, que luego dirá que viene de Ghana, emerge del fondo de la butaca. No sonríe a pesar de que su acompañante, a quien conoció en las tribulaciones de la jungla, le dice entre sonrisas un par de frases bonitas.
"No lo haga", repite ella y alza su pie derecho. En el talón, una de las marca del rigor del Darién: los zapatos que utilizó durante seis días de travesía le dejaron una llaga del tamaño de una moneda que no deja de sangrar.
"No lo haga. Eso es el infierno. A nosotros no nos queda de otra".
Una vez se acaba la carretera, la vida se vuelve un poco más primitiva.
En Yaviza, una localidad a unos 300 kilómetros de la capital panameña, el trazado de pavimento de la ruta Panamericana se desvanece de repente, después de un recorrido de 12.500 kilómetros desde Prudhoe, en Alaska.
Y allí donde termina, solo quedan el agua y las canoas.
- Le caben 50 quintales, nos dice Camarón.
Aunque es bajito y pesado, Camarón se mueve con habilidad por los estrechos bordes de su piragua para ubicar un enorme sillón de cuero sobre unos bultos de ñame y plátano que debe llevar al poblado vecino de El Real.
Él no sabe con exactitud cuántas libras son 50 quintales. No le hace falta. Aquí, en el puerto de Yaviza, las cosas no se pesan. Se cuentan.
"Después de 50 bultos, las piraguas comienzan a hundirse", explica como si tuviéramos que saberlo y dibuja con la mano un barco yéndose a pique.
Donde se acaba el asfalto y se asoma el río Tuira, comienza el Tapón del Darién, esta extensión de tierra que ocupa el 13% del territorio de Panamá y que contiene la mayor colección de especies de pájaros del mundo.
Una selva que, al otro lado de la frontera y durante los últimos 30 años, ha sido el campo de batallas, masacres, torturas y secuestros de civiles por parte de frentes guerrilleros y comandos paramilitares de Colombia.
Pero que es sobre todo un infierno de humedad y calor donde casi no se divisa el cielo. No se ve por dónde sale el sol ni dónde se esconde, es imposible distinguir el norte del sur sin brújula, sin GPS. Si no hay alguien que lo indique, se pueden pasar días caminando en círculos como un perro que persigue su propia cola.
Cuando Camarón regrese de llevar el sillón de cuero, nos vamos a montar en su piragua y vamos a internarnos en este gigante.
Para sentir el alma del Darién hay que acariciar el agua.
Mientras Camarón acelera su motor Suzuki de 40 caballos de fuerza, se percibe en la yema de los dedos las partículas frescas y heladas de la corriente del Tuira, el río caudaloso y verde que se desliza sobre una pista de rocas pulidas y entre árboles en silencio.
El agua aquí abunda. Es una de las regiones más lluviosas del planeta y desde que salimos de Yaviza ha dado prueba de ello: una llovizna leve y eléctrica nos acaricia el rostro durante una buena parte del trayecto.
Pero la generosidad de las precipitaciones y los afluentes no dan garantía de movilidad. Para trasladarse 30 kilómetros se necesitan seis horas. Con la carretera, bastaría acelerar y en menos de dos horas estaríamos en Colombia.
Así, a este paso de barcazas y pies dispuestos, tardaremos otros seis días.
Y ese conflicto entre la naturaleza y el progreso lleva más de 50 años, en los que varios bandos no se han puesto de acuerdo sobre si la selva debe ser atravesada o no con los 108 kilómetros de autopista que faltan entre Yaviza y el puerto colombiano de Turbo, donde la carretera continental reanuda su curso.
La idea de la ruta Panamericana se gestó en 1929 durante una cumbre de gobernantes, pero no fue sino hasta 1937 cuando 13 naciones, impulsadas por Estados Unidos, acordaron construirla, basándose en un principio que en teoría facilitaría las cosas: cada país se encargaría de su tramo.
Durante 25 años las cosas fueron más o menos bien.
El principal inconveniente surgió a principios de los 60, cuando Panamá y Colombia se enfrascaron en discutir cómo sortear la selva: algunos proponían una línea recta que la atravesara, otros señalaban que lo mejor era un pequeño desvío por el norte y trazar una ruta más cercana al Caribe.
Las discusiones se diluyeron en trámites burocráticos y peleas de presupuesto y el trayecto nunca se construyó.
Seis horas sobre el Tuira nos dejan en Boca de Cupe.
Nos recibe un par de gallos en la entrada del puerto y, mientras nos internamos por las pequeñas calles de este poblado de 800 habitantes, estas aves se multiplican en los jardines, en el patio de la escuela, en el batallón del Senafront.
La dimensión de su dominio no se nota hasta muy entrada la noche, cuando se unen en coro, un cacareo seguido del otro, no como una agrupación polifónica sincronizada sino como si se estuvieran enumerando, espantados por la inminencia de la muerte, frente a un pelotón de fusilamiento.
La casa de René Alvarado Ballesteros está custodiada por tres gallos que picotean la tierra.
Alvarado sale al corredor del frente vestido de pantaloneta y una camiseta esqueleto y se presenta como agricultor, aunque la mayoría de los vecinos lo señala como uno de los representantes legitimados de la comunidad.
Él es uno de los que quiere que la carretera se prolongue, porque a pesar de la cantidad de quebradas y canales que tiene el Darién ninguno da garantías a la hora de transportarse.
"Aquí los ríos, que son la única opción para movernos, se secan definitivamente durante la temporada de verano (diciembre-abril). Ahora en invierno el viaje hasta Yaviza se puede hacer en seis horas. En verano demora dos días", dice.
En su parcela produce ñame, un tubérculo parecido a la yuca, además de plátano y arroz. Durante esos meses difíciles el plátano se le madura antes de que llegue a venderlo. "Y el ñame, en su mayoría, se pudre".
"Una buena carretera podría ser una opción para cambiar de vida. Una carretera para que la gente pueda mover sus productos. Abrir el Darién sería bueno, claro que sí", insiste.
El último empeño de un gobierno para completar este tramo de la ruta llegó en febrero de 2010, cuando el entonces presidente de Colombia, Álvaro Uribe Vélez, lanzó un mensaje usando como argumento la seguridad.
"Comprendo que es un tema muy delicado, pero creo que hay conectar a Colombia y a Panamá. A los bandidos les conviene que esa ruta no se haga, porque a ellos les gustan los caminos traviesos", dijo durante una cumbre empresarial en febrero de ese año.
De acuerdo a la Interpol, el negocio del tráfico de migrantes por esta zona -que en 2016 alcanzó la cifra de 27.000 personas sin paso autorizado, según el Senafront - llegó a facturar US$3 millones mensuales.
Y hasta el mes de julio, las autoridades panameñas habían incautado unas cinco toneladas de cocaína, que son mayormente transportadas en mochilas a través de la selva.
En Boca de Cupe, durante la noche las cosas pasan más despacio.
La gente se refugia en sus casas, los corredores de concreto que sirven como pasillos se vacían a cuotas y solo quedan afuera algunos jóvenes, todos ensimismados alrededor de la pantalla de un celular que a su vez ilumina sus rostros con una luz de arcoíris.
Se concentran al pie de la cerca de la escuela del pueblo. Pregunto por qué están allí.
"Es por el internet. El único que funciona es el del colegio", responde uno antes de quedar hipnotizado de nuevo por el resplandor de la pantalla.
Con el primer canto del gallo comienza otro tramo del recorrido. Otra vez la canoa, otras seis horas, el agua que salpica desde el cauce del río, el cielo que escupe lluvia espesa.
Desde Boca de Cupe hacia Paya, la comunidad indígena donde -lo sabremos después- empieza la parte más dura del recorrido, los árboles se vuelven más altos, de un verde tan verde que parece negro.
Aunque ha llovido sin pausa desde hace días, el cauce del Tuira se adelgazó tanto que debemos bajarnos varias veces de la piragua de Camarón para empujarla sobre el lecho de piedras.
No se entiende: llueve, pero no hay agua en el río.
Atrás, callado, va Isaac Pizarro, guía del parque. Es pequeño, compacto, con una sonrisa permanente que subraya sus ojos pequeños. Es una de las personas que más conoce el Darién, pero sobre todo es un hombre que sabe de pájaros.
Tanto que, a diferencia de los avistadores aficionados que tienen que relacionar el canto con la apariencia de cada especie para reconocerlas en sus tarjetas de taxonomía, Pizarro los distingue a lo lejos, solo por la forma en que vuelan.
"Lo que pasa es que no está lloviendo en la cabecera, por eso el agua no alcanza", explica el lugareño.
Su diagnóstico revela una anomalía que, para los ambientalistas y las comunidades indígenas de la región, anticipa lo que podría ocurrir si le atraviesan una autopista a una zona tan rica en biodiversidad.
Es, para ellos, como abrirle de par en par la puerta al de por sí amenazante calentamiento global.
Por eso el empeño de muchos en proteger el Darién.
El primer paso se dio en 1972, cuando Panamá creó la zona especial forestal del Alto Darién y de esa manera garantizó el control en la que se volvió la reserva natural más grande de Centroamérica.
Después, cuando aquel esfuerzo resultó fútil para evitar la invasión de las empresas forestales ilegales, la UNESCO lo declaró en 1981 Patrimonio Ambiental de la Humanidad, e incluyó bajo la protección a la zona que se encuentra dentro del territorio colombiano.
En el Darién hay más de 900 especies de pájaros, 2.163 de flora, 160 especies de mamíferos, 50 de anfibios, bosques, playas, mesetas y selva virgen.
"Cualquier intento de cruzar una carretera sería una amenaza directa. Por eso nos hemos negado a los planes de la Panamericana", me explicó antes de entrar a la selva Julia Miranda Londoño, directora de Parques Nacionales Naturales de Colombia.
Los lugareños que nos acompañan no tienen cifras, pero comparten una visión similar sobre esta jungla primitiva.
Nos refutan dos conclusiones engañosas que, con ojos inexpertos, hemos sacado al iniciar el viaje: una, que el Darién es inagotable, y dos, que tras décadas de resistir el empeño de construir la carretera este lugar del mundo está inalterado.
Su selva es esencialmente frágil, nos repiten con insistencia.
"Es como un niño dentro de una jaula de leones hambrientos", me dice Pizarro.
Pero este discurso ambientalista no ha tenido suficiente eco y los árboles siguen siendo explotados a ambos lados de la frontera. Solo para dar un ejemplo, de acuerdo al gobierno de Panamá, el 96% de la madera ilegal que se comercializa en el país viene del Darién.
Por eso cuando caminamos por Paya, un poblado indígena kuna de casitas alineadas con techos de paja y paredes de madera, grama bien cortada y sin un solo rastro de basura por sus andenes de cemento, el argumento que se escucha para mantener la selva inalterada no versa tanto sobre la conservación ambiental, sino sobre la supervivencia.
"No estoy de acuerdo con que abran el Tapón del Darién. Vamos a perder toda nuestra comida".
Entre todos los que nos hablan, llama la atención Lorencita Bastidas. Mejor dicho, llaman la atención los colores de Lorencita Bastidas.
Camina erguida con su blusa azul de pechera de mola, el trabajo textil de varias capas superpuestas y motivos de plantas y animales en que se ocupan los indígenas de la zona. Va con su oro colgado de la nariz y las chaquiras -un tejido hecho de piedritas de colores- envolviéndole sus piernas hasta las rodillas, justo allí donde se aferra una de sus nietas.
"Quiero que cuando la gente me vea, se dé cuenta de que soy una mujer kuna", reclama orgullosa.
Dice que no habla bien español, cierra bien los puños y los pone frente al pecho, más una muestra de firmeza que de amenaza.
"Si dejamos entrar a toda la gente, van a desaparecer todos mis animales, se van a ir lejos", dice y sacude la cabeza.
Lorencita, como todos en Paya, siente el rigor de la distancia y la dificultad del transporte.
Ella misma nos cuenta la historia de la profesora de primaria de la escuela, que tiene un niño de 2 años y que hace más de un mes no habla con su esposo que vive en Ciudad de Panamá, porque en Paya la energía eléctrica es limitada, no hay teléfono y el único acceso a internet depende de la generosidad del comandante de la base del Senafront.
"Para comunicarse tiene que escribir mensajes en papel que envía a Boca de Cupe en las canoas. Y esperar que alguien suba de allá para recibir la respuesta también en un papelito".
Aun así, Lorencita prefiere el aislamiento. "El agua viene limpia y, con la sombra de los árboles, siempre está fría. Si abren el camino, el agua va a ser sucia y todo va a estar contaminado".
Después del almuerzo, el guía Pizarro nos recomienda descansar. Al día siguiente hay que madrugar para aprovechar las horas de luz. El recorrido va a ser muy largo.
Con Algis Barrios, uno de los guardaparques del Darién que está aquí en Paya, revisamos los rigores que nos deparará el viaje.
Le confieso que el principal temor que traía era que durante la travesía me mordiera una serpiente. Tengo mis razones: el médico de la comunidad ha visto morir a varios de sus pacientes en el piso de una canoa cuando eran trasladados a Yaviza porque no les daba el tiempo para llegar a la sala de primeros auxilios.
- Entonces hay que rezar para que no llueva, me dice.
- ¿Por qué?
- Porque las culebras se ofuscan con la lluvia.
Apenas nos internamos en el matorral, después de pasar dos quebradas y un par de platanales, comprendemos por qué es tan fácil extraviarse en este terreno: no hay una forma de adivinar el camino. Hay pocos indicios, escasos puntos que sirvan de referencia.
Por eso, hacemos caso ciego a cualquier indicación de los hombres que han venido junto a Pizarro para asistirnos en la que, nos dicen varias veces, es la porción más brava del recorrido.
El paisaje abruma: los árboles centenarios parecen rascacielos y quedamos bajo una pelambre de hojas y tallos que apenas dejan pasar los rayos del sol, aunque no sirven de mucho para detener la intensidad del calor.
La selva hierve en el rostro. Aquí cobra sentido eso que nos han dicho, que uno no cruza el Darién sino que se da de bruces contra él.
Se estampa contra sus decenas de matorrales tapizados de espinas que nos rayan brazos y manos. Contra los cadáveres infranqueables de los árboles que caen y quedan acostados en el suelo por lo que la naturaleza tarde en deglutírselos y que nos obligan a cambiar de rumbo cada dos pasos.
Contra las ramas que se sacuden al paso de cada uno y se vuelven un latigazo seco y doloroso para quien viene detrás.
Contra los vestigios de los migrantes, también: sudaderas Adidas colgadas de los árboles, botellas de bebidas energizantes rellenas de lodo, bolsas de suero para la hidratación, un brasier violeta, unos zapatos deportivos, una chaqueta de bebé.
Pizarro nos pide que no toquemos nada, que dejemos todo tal cual está.
"Los que pasaron los dejaron ahí para que les sirvan de pistas, para no perder el camino a los que vienen luego", explica.
"¿Y dónde están ellos?", pregunto.
"No se van a dejar ver. No saben si somos el Senafront, si somos mochileros que llevan droga... Nos escuchan y se ocultan, no se van a arriesgar", responde.
Cerca de allí nos señala el lugar donde fue enterrado uno de los migrantes que no resistió la severidad de la marcha. No hay placa ni cruz, solo una leve hendidura rectangular en la tierra.
Pizarro dice que era un africano y que su cuerpo fue sepultado porque varios migrantes interceptaron a unos indígenas que pasaban por allí para pedirles no solo agua y orientación sino también que los ayudaran a excavar para darle un final digno a su compañero.
Un muerto más de una cifra que se desconoce: no se sabe cuántos migrantes han quedado a mitad camino durante estos últimos años de recorridos masivos. No hay una cifra oficial, sino relatos fragmentados.
Uno de ellos es el de la monja Margina Cuadra Gaitán, una nicaragüense quien vive hace 20 años en Boca de Cupe.
"Me acuerdo que eran tres hombres que habían sacado ahogados de un río. Los trajo el Senafront y me pidió que si podía hacer una oración cuando los fueran a enterrar en el cementerio", relata la hermana Cuadra.
"No sabíamos si eran católicos o no, pero como yo era la única religiosa en la zona me pidieron el favor de que estuviera allí y dijera algo, con la idea de que no fuera simplemente un trámite".
La muerte aquí debe ser densa.
No ha caído un milímetro de agua, lo cual es una buena noticia para ahorrarnos la amenaza de las víboras, pero nosotros nos ahogamos en sudor.
No ha caído una sola gota, pero tenemos la ropa como si acabáramos de salir de una piscina.
Pizarro nos promete nuestra primera parada técnica para descansar y recomponernos: "Ya vamos llegando al carro".
¿El carro?
- Sí, más o menos a una hora y media está el carro.
- Un carro en mitad de la selva...
- Sí, exacto.
Aunque no existe la carretera, algunos osados igual han intentado aventurarse por aquí montados en automóvil.
Uno de ellos fue Dick Doane, un vendedor de carros de Chicago que en 1961 financió la expedición de tres Corvair rojos -un vehículo que General Motors había lanzado dos años antes- desde Illinois, en el norte de Estados Unidos, hasta Buenos Aires, para demostrar que el flamante modelo era capaz de atravesar el tapón.
Trajeron camiones, tumbaron árboles para crear una trocha por donde circularan los carros como mejor pudieran y contrataron a indígenas de la región para que sirvieran de guías.
"Llegado un momento, calcularon mal la cantidad de gasolina de uno de los vehículos. Mandaron a las personas encargadas de esa parte del recorrido hasta Paya para buscar combustible, mientras los otros dos carros continuaban la aventura", me cuenta Pizarro.
"Lo que pasó es que, cuando volvieron, las partes más costosas del auto ya no estaban. Se las habían robado. Entonces tocó dejarlo ahí".
"¡Es un carro en la mitad de la selva!", grita mi compañero de ruta, quizá contento porque algo interrumpe la monotonía del paisaje. Saca su celular y se toma varios selfies.
Yo me limito a reclinar por un momento la espalda sobre este cadáver rojo, su pintura lacerada por el óxido. Pienso si todo esto no es sino una metáfora de los constantes intentos fallidos por conquistar el Darién. Todos, convertidos en chatarra.
A menos de 100 metros queda la frontera, que los libros de botánica destacan como el lugar donde la biodiversidad centroamericana se encuentra con la exuberancia de la vegetación sudamericana.
Difícil decirlo, los ojos novatos solo notan el cambio de continente por una columna blanca de cemento con doble placa: "Panamá" del lado norte y "Colombia" en la cara sur, a la que llegamos después de arrastrarnos unos 200 metros bajo un túnel de bambúes.
Como me había avisado José E. Mosquera, un analista político colombiano experto en el tema de la carretera durante una conversación en Medellín, en ese lugar comienza también lo que fue el puntillazo final para que la Panamericana nunca terminase de construirse.
"A principios de los años 70 surge en Colombia un brote de fiebre aftosa que afecta al ganado. Y eso enciende las alarmas de Estados Unidos, que había sido el principal país impulsor de la ruta", me explicó.
Según Mosquera, Washington pensó que la mejor manera de frenar la expansión del virus era sacar partido de un muro natural y le ofreció a Colombia la creación de un espacio de conservación ecológica en el lugar por donde se pensaba que podía trazarse la ruta continental.
Ese bloque de protección anti aftosaes el Parque Nacional Los Katíos, que comenzamos a recorrer después de dejar atrás el monolito fronterizo. El Darién colombiano.
"De esa forma Estados Unidos neutralizaba cualquier opción de conexión directa entre Colombia y EE.UU. Por eso durante años al parque se lo conoció como Los Katíos USDA, que son las siglas de la Secretaría de Agricultura de Estados Unidos, la entidad que financiaba el proyecto", agregó.
Con el recrudecimiento de la guerra en Colombia entre grupos guerrilleros, paramilitares y ejército, Panamá encontró nuevos argumentos para postergar la carretera: no solo sería una zona de conservación y un bloque contra la intromisión de virus bovinos, sino también una aduana no oficial para evitar que el conflicto vecino invadiera el país.
Llevamos ocho horas de recorrido, la temperatura se ha elevado sobre los 30 grados, mi vestimenta empapada pesa el doble.
Pizarro traza el plan de lo que viene: debemos atravesar la quebrada del río Tula, pero no siguiendo su ribera sino por una línea recta para hacer el camino más corto. Aunque no más fácil, porque habrá que subir y bajar ocho colinas en el trayecto.
"Estamos retrasados", advierte para justificar la decisión. Y señala una amenaza que viene pisándonos los talones: "La luz se va antes en la jungla".
Pero el calor y la extensión de la caminata nos juegan en contra y el cuerpo, a pesar del suministro de agua constante, comienza a ceder. Nuestros pasos se hacen más lentos y las pausas para descansar, más frecuentes.
Pizarro se pone nervioso y repite la consigna: tenemos que llegar antes de que anochezca.
Para peor, ocurre algo que no estaba en los planes: el camino está totalmente anegado, convertido en una superficie de lodo que se traga los pies hasta los tobillos. En algunos tramos, hasta las rodillas.
Sobre el pantano se pueden ver huellas de mulas y burros.
"La explotación maderera (ilegal) utiliza mulas para sacar los troncos de la selva y eso ha deteriorado la calidad del suelo en algunas zonas del parque", es la explicación de Nianza Ángulo Paredes, directora de la reserva de Los Katíos.
"Estamos realizando varias operaciones de control para reducir este tipo de prácticas", asegura. "De hecho, UNESCO nos retiró en 2015 de la lista de zonas de patrimonio en peligro por nuestro buen control de la deforestación en la zona", insiste la funcionaria.
Lo cierto es que este lugar no está diseñado para que lo transite nadie, mucho menos a pie.
Lo que sigue es un recorrido de barro que se adhiere en las manos y los pies y parece que tiene vida propia, que cada vez que absorbe uno de mis pasos desea quedarse con mis botas y la mitad de mis piernas.
Cada avance nos hunde más en el fango y todo el esfuerzo se centra en conseguir despegar el pie del fondo, solo para volver a empezar el proceso en el siguiente paso. La marcha se convierte en un penoso arrastre de piernas embadurnadas de pantano y cansancio, que se extiende por cuatro horas más.
El peor temor de Pizarro se hace realidad.
Nos alcanza la noche y comprendo su afán, la selva en la oscuridad es un lugar tenebroso. Como una máscara que no te deja respirar.
"No puedo más", dice mi compañero, quiebra las rodillas y se deja caer hasta quedar acostado, exhausto. Resopla, está agitado. Pizarro y los hombres que nos han servido de guías encienden sus linternas y nos rodean para evitar que se acerque algún animal.
Yo tampoco puedo más. Han sido 12 horas de darle batalla a la naturaleza áspera, que te lastima la piel cada dos metros, envueltos por una atmósfera sofocante que aplasta el cuerpo cubierto con prendas que nunca alcanzan a secarse.
Pizarro se comunica por el radio y nos trae las últimas palabras de aliento: "Estamos a 25 minutos del río Cacarica, donde nos espera un bote que nos llevará a la comunidad Juin Phubuur. Vamos".
Cuando me levanto y avanzo un par de metros, distingo sobre el telón negro de la selva las sombras de una choza de paja, una mesa rodeada por unas sillas rústicas acomodadas simétricamente una frente a otra, mientras una canoa flota sobre un río apacible.
Veo el cuadro perfectamente. "Ahí está, llegamos", digo eufórico.
"No, ahí no hay nada", me corrige el guía que está al lado mío cuidando cada paso. "Estás comenzando a alucinar. Tenemos que llegar rápido".
Me echa agua en el cuello y me obliga a tomar unos sorbos grandes que me permiten volver a concentrarme en el camino. Los 25 minutos se convierten en una hora serpenteando por el lodo, hasta que finalmente llegamos al bote.
Me desplomo en mitad de la embarcación y el primer impulso es cerrar los ojos, pero uno de los guías nos sugiere mantenernos en vela hasta que lleguemos a Juin Phubuur para evitar que si la lancha se voltea no podamos reaccionar a tiempo para salir del agua.
"Mira el cielo, mira como se ve de claro", sugiere y me doy cuenta que quiere distraerme.
Las estrellas estallan sobre el fondo violeta del cielo del Darién y rodean a la luna menguante, luminosa sin el filtro de la contaminación.
Mientras la canoa avanza pienso que lo que acabo de hacer, acompañado por cinco lugareños expertos, con agua abundante y alimentos suficientes, con ropa especializada y un sistema de comunicación de apoyo, lo transitan a diario los migrantes de a pie: 47.000 personas en los últimos diez años (de ellos, 27.000 en 2016), algunos sin guía, comida o zapatos adecuados, con el solo objetivo de huir de la miseria y buscar un futuro mejor que queda muchos peligros y muchos kilómetros más allá.
Del otro lado del Tapón del Darién, en Colombia, en la comunidad indígena de Juin Phubuur que nos recibe sucios y extenuados, lo primero que me cuentan es el miedo.
Hace poco más de un año y tras cinco décadas de conflicto interno, el gobierno de Juan Manuel Santos firmó un acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que mediante su Frente 57 controlaban gran parte de este territorio.
Y otros grupos, como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia -también conocidas como los Urabeños-, han querido aprovechar el vacío que dejaron las FARC tras el desarme.
"Ya hemos tenido que echar dos veces este año a los paramilitares de nuestro territorio. Porque aquí no se permite la violencia", me dice Ovidio Chocho Mepaquito, el cacique de la comunidad.
Lo hicieron con las armas que tenían, unos palos macizos que cargan hombres y mujeres cuando tienen que defenderse de las amenazas exteriores.
"Hasta ahora respetan nuestra decisión. Pero ellos están armados y no sabemos si algún día vienen y deciden pasar por encima de nosotros, porque aquí Estado no hay", agrega Chocho Mepaquito, un hombre pequeño vestido con una camiseta amarilla que una candidata a la gobernación pasó a repartir en las elecciones pasadas.
Pero es al bajar por el cauce del Cacaricas, en el corregimiento de Bijao - un pueblo entero de afrocolombianos que ya vivió los rigores de la violencia-, donde el temor se respira sin siquiera nombrarlo.
Allí está, frente a su casa, Luis Aristarco. Se está preparando para reemplazar al pastor de la iglesia que este domingo no pudo llegar a hacer la oración en el templo. Está de pie y ya acicalado, vestido con una camisa blanca, pantalones planchados con el peso de la cama y de pañuelo, un pedazo de toalla color naranja.
Hace 20 años, varios hombres del bloque paramilitar Elmer Cárdenas decapitaron a su hermano Marino con un machete y después lo desmembraron frente a toda la comunidad.
"A mí no me tocó porque yo no estaba en Bijao ese día, pero una semana después tuve que volver para recoger las partes del cuerpo de mi hermano que estaban flotando en el río", recuerda mientras se aguanta las lágrimas.
Él también ha escuchado los rumores que dicen que los paramilitares quieren retomar el control. Le pregunto por la paz: si algo ha cambiado aquí con los acuerdos recién firmados.
"La paz solo la da Dios", me corta en seco.
"Pero es muy difícil cuando no tenemos ni escuela (el techo quedó destrozado cuando aterrizó un helicóptero antinarcóticos en el pueblo y nunca lo repararon) ni centro de salud. Y apenas podemos transportarnos en nuestros botes".
"El miedo sigue ahí. Es imposible no pensar que eso nos puede volver a pasar", agrega.
Y los temores no son espectros ficticios: los organismos humanitarios que trabajan en la zona habían atendido a 18.000 personas, entre enero y julio de 2017, afectadas por emergencias del conflicto.
El propio comandante del ejército colombiano, general Alberto José Mejía, señala las dificultades que impone esta región del Chocó.
"Operar en Chocó es muy complejo. Hay una pelea por el control (del negocio) de la coca entre el ELN y bandas criminales", le dijo Mejía a BBC Mundo.
DÍA 7: LA SALIDA
El último tramo del viaje es hacia Turbo. Es un camino en bote que no debe durar más de cinco horas, pero de nuevo tenemos que bajarnos de la canoa en la que vamos y literalmente caminar sobre el río.
En la otra dirección viene una piragua cargada de mercancías: colchones, gaseosas, plátanos, gasolina. Desde la punta de la embarcación, un hombre delgado y barbudo camina con el agua hasta las rodillas, empuja para que el pedazo de madera logre avanzar algunos metros.
"Esto es todo los días. De ida y de venida, hay que bajarse y empujar", me dice. Se llama Felipe. "Pero es la única forma que tenemos para transportarnos", resopla y continúa pujando por esa vía de aguas pandas y fondos cargados de sedimentos leñosos.
Pero no menciona la carretera. Nadie lo hace a menos que se le pregunte. Solo cuando el río Cacaricas se encuentra con el gigante del Atrato aparece nuevamente la idea de la Panamericana: llegamos a Puente América.
En una tienda que flota sobre unos planchones de madera sobre el río nos atiende Jota, que nos ofrece algo para desayunar.
"Le pusieron Puente América porque se suponía que ahí -señala el horizonte en dirección al norte- iban a construir el puente de la Panamericana. Pero eso nunca ocurrió".
Los lugareños ya lo han olvidado, dice, y la mayoría de este lado del Tapón del Darién no habla sobre la ruta.
"Es que aquí hay cosas más urgentes en qué pensar. Por ejemplo, ¿por qué toda esa plata que se gastaron en el proceso de paz no se la gastan en ayudarnos a drenar el río?"
Prioridades. La lancha se hace poderosa cuando la profundidad del Atrato se combina con la extensión del mar Caribe que está frente a Turbo y de nuevo acaricio el agua.
Entonces cierro los ojos, abro las manos y vuelvo a pensar en la luna menguante rodeada de estrellas.
Atrás, cubierto por la bruma de una llovizna, la espesura del Darién se va diluyendo en el horizonte.
Un gigante cargado de pesadillas, como si se tratara de un invento de la imaginación.
1937