Durante todo 1956, la construcción política de Juan Domingo Perón fue la venganza .
Su objetivo era hacer crecer el odio del pueblo contra el gobierno militar y promover el caos hasta derribarlo. Si bien sus destinatarios epistolares eran múltiples —escribió miles de cartas durante su exilio—, había depositado su fe en John William Cooke, el más joven, aguerrido y también rebelde diputado que tuvo en el Congreso, y al que designó como su heredero en caso de muerte y puso al frente del plan de insurrección popular en la Argentina.
El 12 de junio de 1956, le escribió:
“El odio y el deseo de venganza que existen hoy en millones de argentinos han de transformarse un día en ‘fuerza motriz’ y esa fuerza aprovechada a través de una buena organización ha de dar resultados extraordinarios. La desesperación, el odio, la venganza, suelen concitar fuerzas aún superiores al entusiasmo y al ideal. Los pueblos que no reaccionan por entusiasmo sólo reaccionan por desesperación: es a lo que se está llegando en nuestro país. Los fusilamientos no harán más que acelerar el proceso”.
Perón no había alentado la rebelión cívico-militar del general Juan José Valle de junio de 1956, y ésta tampoco se había realizado en su nombre:
“No haremos camino detrás de los militares que nos prometen revoluciones cada fin de semana. Ellos ven el estado popular y quieren aprovecharlo para sus fines o para servir a sus inclinaciones de ‘salvadores de la Patria’ que un militar lleva siempre consigo. Pero aquí se trata del destino de un pueblo y no de las inquietudes o ambiciones de ningún hombre” .
Era evidente que Perón no deseaba que el exilio le hiciera perder su rol de conductor.
“Hace cinco meses que impartí las instrucciones: mediante las fuerzas del pueblo se podría llegar al caos. La nuestra era una revolución social y este tipo de revoluciones habían partido siempre del caos y, en consecuencia, nosotros no debíamos temer al caos sino provocarlo y utilizarlo en provecho del pueblo. El caos económico y las miserias y privaciones emergentes harán que muchos otros se incorporen a la resistencia. Todo ese trabajo nos queda por realizar, ayudados por la incapacidad, la ignorancia y la violencia de nuestros enemigos Hay que organizar la lucha integral por todos los medios”.
Luego, Perón le señalaba a Cooke el camino de la resistencia:
“El pueblo tiene que hacer guerra de guerrillas, que en la resistencia se caracteriza por la suma de todas las acciones. La suma de pequeñas violencias cometidas cuando nadie nos ve y nadie puede reprimirnos representa en su conjunto una gran violencia por la suma de sus partes. Debemos organizarnos concienzudamente en la clandestinidad. Instruir y preparar a nuestra gente para los fines que nos proponemos, agruparnos en organizaciones disciplinadas y bien encuadradas por dirigentes capaces, audaces y decididos, que sean respetados y obedecidos por la masa, planificar minuciosamente la acción y preparar adecuadamente la ejecución mediante ejercitaciones permanentes. Si para ello es menester utilizar al Diablo, recurriremos al Diablo oportunamente. Para esto el Diablo siempre está preparado”. (Véase Perón-Cooke. Correspondencia, tomo I, Buenos Aires, Granica, 1973, págs. 113 y 17).
En 1956, a poco menos de un año de su derrocamiento, todas las bases de poder que había capitalizado en casi una década estaban siendo arrasadas. El gobierno militar proscribió al Partido Peronista e intervino la Fundación Evita, la CGT, los gremios y reemplazó el Congreso de la Nación por una “junta consultiva”. Miles de dirigentes y activistas fueron arrestados y perseguidos. Las cárceles se llenaron de presos políticos. Un decreto prohibía mencionar a Perón y a su difunta esposa en público. Tampoco se podía usar el bombo en las murgas de Carnaval, por ser considerado un “instrumento peronista”.
Para lograr un golpe de efecto, la Revolución Libertadora mostró las joyas y los vestidos de fiesta de Evita como pruebas del desfalco a las arcas públicas. Las estatuas y los bustos de la jefa espiritual del Movimiento fueron retirados de los lugares públicos, sus fotos quemadas, y también robaron y escondieron su cadáver embalsamado.
Por otra parte, algunos de los ex funcionarios empezaron a formar partidos políticos bajo el signo del “peronismo sin Perón”, para conformar “la capa blanda” del peronismo que buscaba “la pacificación”. Además, Perón había perdido buena parte de su predicamento entre muchos sindicalistas que antes lo veneraban.
En el epílogo de diez años de gobierno, la sociedad argentina había quedado dividida entre quienes lo idolatraban y quienes lo odiaban.
Mientras tanto, Perón se aferraba a la máquina de escribir para levantar la moral de sus seguidores. El 11 de julio de 1956 le escribió a Cooke:
“El odio y el deseo de venganza ya sobrepasaron todos los límites tolerables hasta en nosotros mismos frente a tanta infamia y espíritu criminal. Es necesario confesar que aunque fuéramos santos tendríamos que descuartizar a los traidores y asesinos de inocentes ciudadanos y prisioneros indefensos. Yo dejé Buenos Aires sin ningún odio pero ahora, ante el recuerdo de nuestros muertos y asesinados en prisiones, torturados con el sadismo más atroz, tengo un odio inextinguible que no puedo ocultar”.
Pero la pieza clave de toda esa etapa fueron las Instrucciones generales, que hizo llegar a los peronistas de la resistencia y de los comandos de exiliados para que las difundieran y aplicaran. Relataba cómo realizar crímenes contra sus enemigos y cómo preparar la “guerra de guerrillas” para el asalto final.
Las Instrucciones exhibían un grado de violencia tan manifiesto que muchos creyeron que eran apócrifas, pero él mismo se ocupó de confirmar su veracidad. Allí explicaba:
“El enemigo debe verse atacado por un enemigo invisible que lo golpea en todas partes, sin que él pueda encontrarlo en ninguna. Un ‘gorila’ quedará tan muerto mediante un tiro en la cabeza, como aplastado ‘por casualidad’ por un camión que se dio a la fuga. Los bienes y las viviendas de los asesinos deben ser objeto de toda clase de destrucciones mediante el incendio, la bomba, o el ataque directo. Esta lucha debe ser implacable, recordando que en cada ‘gorila’ que matemos está la salvación de muchos inocentes ciudadanos que si no, serán muertos por ellos. Los gorilas deben llegar a la conclusión de que el Pueblo los ha condenado a muerte por sus crímenes y que morirán tarde o temprano en manos del Pueblo. Los medios para eliminarlos importan poco, hemos dicho que a las víboras se las mata de cualquier manera”.
Perón también proponía organizar sectas “diabólicas”, con el nombre de Justicia del Pueblo, para combatir el gobierno de Aramburu:
“Los parientes y los amigos de los muertos, los perseguidos y encarcelados, los desposeídos, etc. tienen derecho y obligación moral de formar parte de estas sectas destinadas al castigo de los culpables. Su organización tendrá carácter permanente y no se disolverán por ninguna causa antes de cumplido totalmente su cometido. Los que ingresen a ellas deben pensarlo bien antes porque no pueden desertar después. Se formarán: a) En cada ciudad, pueblo, establecimiento, etc., el número necesario de Sectas Territoriales. b) En cada organismo sindical, las correspondientes Sectas Gremiales. c) En cada circunscripción, departamento, etcétera, las Sectas Políticas correspondientes. Cada una de estas ‘Sectas’ debe tener la lista de los enemigos del Pueblo, con sus correspondientes domicilios y datos personales, encabezadas por Aramburu y Rojas, como asimismo sus colaboradores directos e indirectos y los sicarios de las Fuerzas Armadas. De acuerdo con estas listas, los asesinos y traidores del Pueblo serán condenados y se les aplicará la pena. No es necesario que sea inmediata, se puede esperar la ocasión hasta que se presente. Ellos deben saber que un día u otro serán sancionados. Los hermanos que se incorporen a las sectas recibirán un número para designarse y una palabra clave para reconocerse de modo que cada uno tenga, en vez de nombre, número, y en vez de apellido, una palabra clave. El ingreso se hará en una ceremonia presidida por los hermanos dirigentes y, el ingresante, jurará allí “odio eterno a los enemigos del pueblo”, recibirá una pequeña credencial de reconocimiento y se le leerán las obligaciones que contrae con la institución. Todas las reuniones son secretas y los hermanos, mientras se encuentren en ellas, se cubrirán el rostro con capuchón que impida que se les conozca. El trato entre ellos es secreto y sólo se individualizarán por medio de su número y la palabra clave. Una sola pena se aplica a los traidores: la Muerte. Los agentes que se infiltraran mediante engaños deben ser drásticamente suprimidos en cuanto se los descubra. Los hermanos dirigentes, designados por la propia secta, deben conocer los antecedentes de cada candidato al ingreso. Es obligación de todos los asociados, de todas las sectas, investigar todo lo referente a la desaparición del cadáver de la Mártir del Trabajo —Doña Eva Perón— y es deber de todos los asociados establecer los culpables directos e indirectos para matarlos. De esas víboras no debe quedar una viva”.
Perón quería golpear con violencia y de cualquier manera para hacer el país ingobernable, pero la potencia de su mensaje no llegaba en las mejores condiciones. La mayoría de las cartas que recibía eran controladas por el FBI, y las que enviaba eran robadas, se perdían o arribaban a destiempo. También circularon manuscritos inventados, que entorpecían sus instrucciones.
Además, Cooke, el jefe de la Resistencia Peronista, había sido detenido en noviembre de 1955, y trasladado a distintas cárceles, y la capacidad del Comando de la Capital Federal que había creado, a pesar de sus esfuerzos, era muy limitada, pues sus miembros no tenían experiencia en acciones clandestinas. Eran detenidos con frecuencia.
A fin de cuentas, las acciones de resistencia contra el gobierno militar —incendios a medios de transporte, sabotaje industrial o “caños” contra reparticiones públicas— eran espontáneas, tenían grandes dificultades operativas y estaban fuera del control del Comando Superior Peronista que conducía Perón desde Caracas.
En Venezuela, Perón recibía a exiliados, funcionarios locales y a todo aquel que llegara de la Argentina. Trazaba las líneas de acción a seguir, hablaba de la situación mundial y escuchaba propuestas de negocios. Para cada visitante tenía una palabra de aprobación y de aliento.
En una oportunidad recibió a un sindicalista; hablaron de política durante un rato y luego le redactó una carta de apoyo. El visitante volvió a Buenos Aires creyéndose su delegado. A la semana, sucedió exactamente lo mismo con otro sindicalista: conversación, carta de apoyo y guiño de representación.
Uno de sus colaboradores le preguntó por la razón de esa actitud.
—M’hijo —dijo Perón—, yo tengo que estimularlos a todos igual y unirlos detrás de una misión común, pero también tengo que hacer que se enfrenten. Si no, nunca voy a saber cuál de los dos es el mejor.
Perón explicaba su ambigüedad como un rasgo de la conducción política, una fórmula eficiente para estimular la vida interior del Movimiento. Cuando los conflictos entre sus subordinados se salían de cauce, les quitaba importancia aduciendo rencillas internas o problemas de figuración. Llegado un extremo, afirmaba que alguien estaba abusando de una representación que no tenía.
Para Cooke, la facilidad de su jefe para alentar a diversos grupos representaba un dolor de cabeza: nadie se subordinaba del todo sin una orden directa del General.
Designado como jefe de la División Operaciones del Comando Superior, Cooke se animó, por intermedio de una carta, a poner al corriente a Perón sobre los inconvenientes prácticos que generaba esta modalidad.
Fue puntualmente por el caso de Jorge Daniel Paladino, quien actuaba en la Resistencia Peronista con un importante manejo de hombres y de armas en acciones de guerrilla urbana, y tenía en proyecto montar una fábrica de ametralladoras.
Hacia 1957, Paladino viajó a Venezuela y recibió la “bendición” de Perón. Trajo cartas y discos de pasta con la voz del General que permitían inferir que era su representante. Con el impulso de Caracas, Paladino empezó a recorrer Buenos Aires y se rebeló contra la autoridad de Cooke.
Luego Cooke le escribió a Perón:
“Empezaron a llegar noticias de todas partes diciendo que Paladino declaraba que era representante directo suyo ante los Comandos y Grupos Obreros, y compartía conmigo en un pie de igualdad las funciones directivas, etc. Como llevaba discos y cartas suyas, la confusión fue muy grande, pues mientras laboriosamente estamos llegando a la unidad que tanto necesitamos, por otra parte esas actividades dan pie a que la gente piense que usted hace una especie de juego que consiste en que por una parte me ordena unificar, y por otra fomenta la anarquía. [...] Sugiero que se me autorice expresamente a hacer saber a Paladino que debe sujetarse a las funciones específicas de la misión que se le ha confiado y que se abstenga de hacerse el caudillito”.
Perón reconoció a Cooke haber entregado una credencial a Paladino, que éste podía utilizar sólo a fin de reclutar gente para emplear en misiones de sabotaje. Y le prometió que si Paladino “sigue en sus interferencias, lo vamos a desautorizar públicamente. Es un buen muchacho que actuó mucho ya, pero indudablemente se le han subido los humos a la cabeza”. Con ese aval escrito, Cooke retuvo las cartas y los discos de pasta que había obtenido Paladino. (Véase Perón-Cooke. Correspondencia, ob. cit ., tomo II, págs . 29-30 y 40) .
Perón continuó con su política de intransigencia hacia el gobierno de Aramburu, con permanentes llamados al caos y al sabotaje hasta que se alcanzaran las condiciones objetivas para provocar su caída. También, durante esta etapa de su exilio, buscó negocios que le permitieran comprar armas. Sabía que una revolución no podía sostenerse con limosnas de bolsillo en reuniones de locro y empanadas, entre exiliados. Sin embargo, el dinero que obtenía nunca alcanzaba para sostener un estado de insurrección permanente.
Esta falta se convirtió en una obsesión.
En una de sus cartas a Cooke, Perón maldice el tiempo que le quitan actividades tales como escribir, orientar, adoctrinar y, sobre todo, conducir una maraña de organizaciones —comandos en el exterior; grupos clandestinos; frentes gremiales, militares, ideológicos o insurreccionales; enlaces—, que, además de su precaria capacidad de acción, dispersan sus esfuerzos en innumerables intrigas internas.
“Yo puedo asegurarle que, si dispongo del tiempo y de la tranquilidad necesaria, en poco tiempo tendremos el dinero suficiente para dotar abundantemente a las necesidades que se presenten. Estoy en realización de algunos negocios que nos permitirán no esperar más. Debemos comprar las armas y hacer llegar todos los elementos a través de las fronteras, mantener las relaciones en el país en el que estamos, donde podemos conseguir mucha ayuda, pero hay que vincularse y trabajar, y finalmente la necesidad de tener yo cierta tranquilidad para poder pensar las cosas”.
Para ahorrar ese tiempo tan escaso y evitarse intervenir constantemente en las disputas y fricciones, delegó en Cooke la comunicación con los comandos. Le explicó:
“Si usted, desde allí conduce todo lo referente a la resistencia, organización y preparación de las fuerzas y prepara desde ya las acciones que permitan estar en condiciones de accionar cuando la ocasión se presente, yo podré hacerle llegar las armas y explosivos necesarios, como asimismo los medios económicos indispensables para ayudar a los Comandos de Exiliados y al interior del país con los fondos necesarios”.
En esa misma línea, Perón se mostraba activo en el “mercado negro”:
“Hace poco tiempo perdimos una partida de armas que me ofrecieron porque no teníamos la plata necesaria para pagarlas, pero espero poder, en el futuro, conseguir una similar. En Brasil hemos contratado para que las armas sean entregadas en territorio argentino y ellos corren con todo lo referente al contrabando. Naturalmente cobran más caro pero tenemos más posibilidades de obtener dinero que aquí, en la cantidad necesaria”. (Véase Perón-Cooke. Correspondencia, ob. cit., tomo I, págs. 185-186, y pág. 324).
Un tiempo después de estas cartas, durante su estadía en Ciudad Trujillo —actual Santo Domingo, capital de República Dominicana—, y ya con Arturo Frondizi como presidente, Perón se desembarazó de John William Cooke.
El ex diputado había sido funcional a su estrategia de guerra revolucionaria durante más de dos años, responsable del armado de la “línea dura” del peronismo con activistas de la Resistencia Peronista. Pero luego de la firma del pacto con Frondizi, Perón comenzó a erosionar su liderazgo interno y lo puso en pie de igualdad con aquellos que habían buscado acomodarse primero con la Revolución Libertadora y luego con la política “integracionista” de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), seducidos por el calor oficial.
La influencia de Cooke dentro del Movimiento se vio reducida con la creación del Consejo Coordinador y Supervisor Peronista, un nuevo organismo de representación, “brazo táctico” de Perón, que integraban múltiples dirigentes, la mayoría de ellos pertenecientes a la “línea blanda”.
Todos ellos se vigilaban entre sí y reportaban directamente al General.
Con esta estrategia Perón lograba un efecto doble: por un lado, socavaba el poder interno de Cooke; por el otro, al integrar a la “capa blanda” a la conducción del Movimiento, evitaba la diáspora, aunque, según sus cartas, Perón confiaba en su propio poder de aniquilación:
“Yo no creo en la fábula de la ‘integración’ y menos en la ‘fagocitación’ del peronismo por la UCRI, como algunos temen. Si Frondizi llegara a ‘comprarse’ algunos dirigentes peronistas o algunos dirigentes peronistas quisieran ‘recostarse’ o ‘cabrestiar’ para el lado de Frondizi, me bastaría una sola palabra para aniquilar a todos los que se prestaran para un acto tan indigno. El peronismo, por su mística, su doctrina y la politización de la masa está en condiciones de expulsar a la mitad de sus dirigentes sin que pierda un solo voto. Nosotros no tenemos caudillos”, escribió.
En enero de 1959, la huelga obrera que resistió la privatización del frigorífico Lisandro de la Torre bastó para que el nuevo Consejo Peronista entrara en colisión con la línea revolucionaria de Cooke. Con la calificación de “loquito y terrorista”, lo acusaron de promover una alianza entre obreros peronistas y comunistas en el conflicto, que fue reprimido por Frondizi, como un ejercicio previo a la implementación del Plan Conintes: cientos de líderes gremiales fueron encarcelados.
Cooke imaginaba que Perón saldría a respaldarlo. Le escribió que se sentía agraviado por el organismo, y le informó que el Partido Justicialista, que había sido legalizado en algunas provincias, se estaba contaminando de “corruptos” que negociaban por dinero el fin de una huelga o su integración con Frondizi. Bajo la fachada de la “unidad” y la devoción al Líder —le advirtió Cooke— se estaban cometiendo las peores estafas.
Después de recibir esa carta, y durante mucho tiempo, Perón dejó de escribirle y designó a Alberto Manuel Campos en su reemplazo. Cooke, perseguido por el gobierno de Frondizi, pasó a la clandestinidad, fue marginado del Movimiento, y decidió asilarse en Cuba, donde quedó embelesado por los discursos de Fidel Castro y el clamor de las multitudes.
En la isla recordaba con nostalgia, pero también con aspiración de futuro, a Perón en el balcón de la Casa Rosada. Cooke intentó convencer a los cubanos del carácter revolucionario del peronismo y retomó la correspondencia con el General desde La Habana, en su afán de proyectarlo como un líder de la liberación latinoamericana y diferenciarlo del resto de los dictadores refugiados por Trujillo.
Pero en sus cartas al General, Cooke no dejaba de anotar sus advertencias: el peronismo —afirmaba— debía definir una ideología, que para Cooke era luchar por la liberación del proletariado a través de la guerra de guerrillas. Para la mayoría de los dirigentes peronistas, en cambio, la ideología se definía en la lealtad al General.
Durante varios años, Cooke apeló al fervor revolucionario de Perón y lo invitó a residir en La Habana. Contaba con el apoyo de Fidel Castro. Pero el General permaneció inmune a sus imploraciones, y a Cooke le llevó bastante tiempo comprender lo estéril que resultaba continuar esa correspondencia cada vez más unilateral.
(El intercambio epistolar entre Perón y Cooke fue editado por primera vez a inicios de la década de los setenta. Tuvo mucha influencia en los jóvenes que desde la izquierda se integraban al peronismo, porque mostraban a un Perón propulsor de las ideas revolucionarias, especialmente en el tomo I).
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su ultimo libro publicado es “Fuimos Soldados. Historia secreta de la Contraofensiva montonera”. Ed Sudamericana, 2021.
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