Toda aventura suele implicar un viaje. Éste ha supuesto dos: a otro país y en el tiempo.
Al noroeste del Reino Unido se encuentra el mayor espacio dedicado a las máquinas arcade de Europa. Se fundó en 2015, cuando el informático Andy Palmer, se dio cuenta de que la parte trasera de su tienda, en la que acumulaba decenas de máquinas de juegos retro que coleccionaba, se le había quedado pequeña y que había una posibilidad de crear algo más grande e importante.
Así nació Arcade Club, un club que se ha convertido en todo un símbolo de una era pasada. Una especie de Meca para los gamers y amantes de videojuegos retro, a la que estos deberían ir al menos una vez en su vida. Si no para reencontrarse con las reliquias que ocuparon el ocio de sus tiempos mozos, para conocer esas leyendas de las que quizás les han hablado sus hermanos mayores o padres. O las publicaciones especializadas.
Arcade Club no se sitúa en una bulliciosa calle del centro de Manchester. No es como aquella colorida sala Picadilly, que durante algunos años estuvo ubicada en plena Gran Vía. Si no te atreves a conducir por la izquierda y optas por el transporte público, deberás coger algún autobús que salga del centro de la urbe de las abejas y llegar hasta la apacible localidad de Bury. Te llevará una hora. Que no te engañen los niños correteando, los perros y algún artista callejero que toca algún tema de Ed Sheeran u Oasis. Tu destino está cerca.
Tras llegar a la estación central de autobuses de Bury, hay que andar durante unos 10 minutos y adentrarse en una zona mezcla de suburbio y polígono industrial. Un hombre que vende comida en una pequeña furgoneta rodeada de residuos en la que parece que también vive me dejó francamente confundido. Pero no me había perdido.
No hay carteles del Arcade Club o indicaciones que lo hagan encontrarlo fácilmente. Finalmente, entre casas bajas y almacenes abandonados, me topé con el edificio que lo alberga. Me vinieron a la mente Cobo Calleja, las raves clandestinas, aquellas naves donde se celebraban los eventos ‘snuff’ de las pelis de Hostel o ese par de ruedas de prensa ‘en el quinto pino’ que organizó una agencia buscando ser original.
Lo cierto es que no me esperaba un parque de atracciones o un resort de Disney, pero tampoco que el club fuera tan ‘alternativo’. El lugar es industrial y decadente. Y ese toque indie es precisamente el que le da su mayor encanto.
He decidido comenzar mi visita por la segunda planta, donde solo está permitido el acceso a mayores de 18 años (o de 16 si van acompañados de un adulto). Aunque nada más cruzar el umbral de la puerta, siento que mi edad mental se ha quitado dos o tres décadas de encima. Reconozco que me cuesta ubicarme un poco. Es como si de golpe te echaran toda la historia de los videojuegos encima. Las luces, las músicas de 8 bits cruzadas, los sonidos de dedos aporreando botones…. había olvidado lo que era estar en un salón recreativo.
Después de tirar algunas fotos, me paro a observar el tipo de gente que hay en el Arcade Club. En la planta adulta se puede encontrar de todo.
there will come a time that you will need to cut classes to review for a major subject/finish a requirement, just k… https://t.co/uP7UfHqhUA
— yani 🦋 Thu Jul 15 14:06:51 +0000 2021
Es el momento de vivir la experiencia del Arcade Club no solo como un mero espectador. Como en una especie de ritual, me digo a mí mismo que es mejor comenzar por ahí y luego probar alguna máquina arcade. También pienso que es una estupidez y que en mi adolescencia no hacían falta preliminares.
Mi primer instinto es ir a la ranura donde se introducen las monedas, pero rápidamente recuerdo que aquí no son necesarias. Me aferro al pinball para romper el hielo, mientras me voy mimetizando con el entorno.
Jugar sin la presión de que la partida se puede acabar -al colársete todo el arsenal de bolas- logra que uno esté más relajado, pero también le quita cierta gracia al asunto. Esa sensación de alivio -pero también falta de emoción- se repetirá una y otra vez con cada máquina a la que ponga las manos encima durante mi tour.
Retrotraerse a la época de los salones recreativos hace que uno se acuerde de cuando su tiempo de estancia en ellos dependía de las monedas que tuviera en el bolsillo. Una vez que se acababan, el único sentido de mantenerse allí era arremolinarse en torno a una máquina y ver cómo otros jugaban. Quizá para animarlos o para asegurarse de que no superaban nuestro record (sí, ese de las tres iniciales eras tú).
Este hub de las ‘maquinitas’ acaba con aquellas limitaciones presupuestarias. Arcade Club es como un buffet libre de los videojuegos retro. Un ‘All you can play’ en toda regla. Desfoga y pulsa botones hasta que te hartes. Por las 16 libras que cuesta la entrada (6 libras para niños) puedes pasar todo un día jugando a lo que quieras (o a lo que puedas). Probablemente llega un momento en que tus falanges o vista se resientan por la falta de costumbre.
Es curioso como el cerebro se configura de la misma manera que una situación parecida que viviste antes. Una de mis barreras iniciales en este templo del arcade es tener cierta reticencia a jugar a títulos de los que no tengo ni idea. O cuya dinámica de juego o movimientos no controlo. Pero soy consciente de que es algo que me viene de atrás.
En los noventa eras capaz de ir a un determinado bar o recreativo solo porque allí estaba un juego que te gustaba mucho o dominabas. No había lugar para inventos o para jugar a cualquier máquina que no conocías. No estaba permitido ser un cafre o un novato, porque siempre había alguien del barrio cerca o mirando. Podías practicar en soledad, para hacerte mejor, pero siempre pensando en ‘fardar’. Eso sí que era presión social, y no la de Instagram. Y si estabas solo, podías dejar tu marca en la clasificación, para que otros supieran que los habías superado. En el Arcade Club, eso no existe y puedes jugar sin todo ese estrés.
Otras son jugables un poco de manera instintiva. Así, he pasado un buen rato probando un arcade japonés en el que tienes que tocar un tambor con unas baquetas cuando te lo marque la pantalla, al estilo de Guitar Hero. Lo llamativo es que hay una cámara selfie que te muestra cómo lo haces en tiempo real, pero con filtros que convierten tu cara en un conejo, un gato o en algo muy kawaii.
Subir una planta más es ascender otro peldaño en la escala del retrogaming. La cúspide del Arcade Club, la tercera planta, está dedicada casi íntegramente al arcade y a las máquinas en formato ‘Cocktail’. Se trata de un auténtico museo con joyas de todo tipo, en el que harás un viaje de tres décadas por la historia de los videojuegos, pudiendo ser tú su protagonista. Centenares de máquinas que ni en sueños habrías pensado ver nunca juntas. El listado completo, con algunos de sus datos, se puede encontrar en la página web del centro.
El reloj se para. Paso de juego a juego, de título a título. Me deleito con creaciones míticas de Atari, Nintendo, Sega, Capcom… Reconozco que algunas me parecían más divertidas en su día y que hoy se acusan un poco los malos gráficos, la lentitud o la tardanza entre que pulsas el botón y el personaje da una patada o un puñetazo.
Pongo a prueba a mi memoria e intento acordarme de esas combinaciones de botones necesarias para hacer algún movimiento especial o combo. A veces resulta. Recuerdo los tiempos en los que iba al kiosco a por la Hobby Consolas para poder comprarme alguno de sus especiales, en los que desentrañaban todos los movimientos y secretos de cada personaje. Aún no había Internet y era la única manera de sabérselos todos y dar la talla contra los amiguetes.
La tercera planta está abierta a familias o niños, aunque solo los fines de semana. Los jueves y viernes ocurre como con la segunda, y solo pueden entrar mayores de 18 años.
Tengo que decir que se nota un ambiente diferente respecto al otro nivel. Por una parte, resulta bonito y emocionante ver a padres con sus hijos disfrutando de juegos que acompañaron la infancia o la adolescencia de los primeros.
Por otro, también se percibe el cambio generacional. Aunque un cartel lo prohíbe expresamente, algunos chavales se dedican a correr por los pasillos enmoquetados y gritar, como si tuvieran un auténtico subidón de azúcar. Se paran de vez en cuando en alguna máquina, la aporrean un rato y vuelven a correr, sin ningún rumbo fijo. Como si no supieran realmente lo que están haciendo, ni para qué.
Casi sin darme cuenta, he pasado más de 3 horas en el club en pleno sábado a la hora de comer. La visita no se hace agobiante ni tienes que esperar a que alguien deje una máquina libre para poder jugar, como sí ocurre en el Next Level Arcade Bar, un pub en el centro de Madrid que cuenta con un número modesto de máquinas, pero que siempre está hasta arriba.
Arcade Club ya se ha convertido en una pequeña franquicia. Además del centro de Bury, también han abierto recientemente otro espacio en la ciudad de Leeds. Corre a visitar cualquiera de los dos clubs, insensato, antes de que llegue el Brexit.
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