La pandemia asfixia las cadenas de suministro mundiales y a sus trabajadoras en ambos extremos

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En sus últimas semanas de trabajo en el turno de recepción de mercancías de los grandes almacenes J. C. Penney de su ciudad, Alexandra Orozco sacó su teléfono móvil y pulsó la tecla de grabar. La joven de 22 años registró vídeos de ella y sus compañeros deslizándose por una rampa de metal del almacén (pensada originalmente para cajas vacías) riéndose a carcajadas, y los publicó en TikTok. Otro vídeo, que subió a la plataforma el pasado 13 de octubre, muestra los gigantescos carteles en negro y rojo con el rótulo “Liquidación total” que colgaban desde el techo hasta el suelo y una imagen inquietante de una sección del sótano medio vacía.

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“Quedándome sin trabajo poco a poco”, puso como pie de foto unos días antes de que el establecimiento de Delano, California, cerrara definitivamente. La tienda es una más de los 156 J.C. Penney de todo Estados Unidos que bajaron la persiana entre junio y diciembre de 2020.

Orozco empezó a trabajar allí a jornada parcial cuando tenía 18 años y en casi cuatro años ascendió de cajera a asociada al equipo de mercancías, donde descargaba camiones repletos de nuevas existencias y hacía inventario. Cuatro días a la semana llegaba a la tienda a eso de las cuatro o las cinco de la mañana. Ese horario temprano le convenía. Aunque a Orozco le gustaba su trabajo, las multitudes la ponían nerviosa. Ahora, desde que la despidieron, sufre estrés. Ha presentado solicitudes para un par de empleos ‒uno para cuidar niños y otro para repartir flores‒, pero en el momento en el que atendió esta entrevista no había recibido respuesta.

“Es una pena”, explica por teléfono desde su casa con el sonido suave de un televisor de fondo. “Nunca pensé que pasaría. Delano es una ciudad pequeña. No hay muchas tiendas. Aquí es difícil encontrar empleo”.

Al otro lado del mundo, Matefo Litali también se vio afectada por el cataclismo. Esta costurera experimentada de 53 años trabajó durante los últimos 14 en talleres de confección de todo Lesoto, un pequeño país montañoso rodeado por territorio sudafricano. Tzicc Clothing, que confecciona ropa para los gigantes estadounidenses J.C. Penney y Walmart, la empleó durante dos meses antes de que, en marzo de 2020, las medidas de confinamiento nacional obligasen a todas las fábricas a cerrar temporalmente. El 6 de mayo, Litali regresó al trabajo, pero al día siguiente, al acabar su turno, la dirección le dijo que no volviese. Tzicc confirmó que la última jornada de la trabajadora fue el 7 de mayo.

“Me sentí impotente”, recuerda. “Lo primero que me pasó por la cabeza fue, ¿por qué yo?”.

Estas dos mujeres no han coincidido nunca, ni es probable que coincidan. Una vive en una remota ciudad agrícola de la costa oeste de Estados Unidos; la otra, a unos 16.000 kilómetros de allí, en el sur de África, en uno de los países más pequeños del mundo. Este último año, las vidas de ambas ‒y sus medios de subsistencia‒ quedaron conectadas por una pandemia que ha desbaratado una de las cadenas de abastecimiento del mundo y, con ella, también sus economías. Los confinamientos por la covid-19 han arrasado un sector minorista que ya luchaba por sobrevivir antes de la llegada del coronavirus, el cual ha contribuido al derrumbamiento del mercado mundial de la confección y ha causado graves perjuicios a millones de trabajadores, la gran mayoría mujeres como Orozco y Litali.

En Lesoto, que tiene una población de 2,1 millones de habitantes, los efectos de la pandemia se notaron enseguida. A lo largo de las dos últimas décadas, su industria textil experimentó un crecimiento enorme, hasta convertirse en el principal empleador del país con una contribución de más del 20% al PIB nacional. Gran parte de su éxito se debe al acuerdo comercial denominado Ley de Crecimiento y Oportunidades para África (AGOA, por sus siglas en inglés), firmado en 2000 por el entonces presidente Bill Clinton, que permite las exportaciones libres de impuestos a Estados Unidos. Hoy en día, los trabajadores de la confección de Lesoto, el 90% mujeres, confeccionan ropa para algunas de las marcas estadounidenses más emblemáticas como Levi Strauss, Wrangler, Macy’s y Walmart.

La pandemia asfixia las cadenas de suministro mundiales y a sus trabajadoras en ambos extremos

Aunque la industria textil de Lesoto es menos conocida que la de las potencias de China o Bangladés, constituye otro ejemplo de una economía fuertemente dependiente de la demanda de Estados Unidos. Según los últimos datos disponibles de la Organización Mundial del Comercio, correspondientes a 2017, fuera del continente africano, Estados Unidos es el principal receptor de exportaciones de Lesoto, con alrededor de un 50%. Y mientras que el país ha salido relativamente indemne del coronavirus con menos de 11.000 casos registrados desde el comienzo hasta abril de 2021, las consecuencias de las severas medidas de cierre estadounidenses han calado en la industria lesotense con un efecto igualmente devastador.

Mientras tanto, en Estados Unidos los minoristas de la confección se han visto especialmente afectados. Aunque J.C. Penney había dejado de ser rentable en 2010, en mayo pasado la cadena de grandes almacenes se declaró en quiebra tras 118 años de historia. Seis meses después fue adquirida por otra empresa, pero una fuente que conocía de cerca la situación confirmó que durante la reestructuración ya había reducido su personal en unos 10.000 trabajadores, lo que suponía alrededor del 11% de su plantilla en Estados Unidos. Este año, las quiebras de grandes minoristas del país se han disparado. J. Crew, Neiman Marcus y Brooks Brothers son tres ejemplos de las 46 registradas en 2020 según datos comerciales de S&P Global.

“Y cuando un gran minorista estadounidense se hunde”, explica Neil Saunders, director gerente de la empresa de estudios GlobalData Retail, “los efectos se notan en todo el planeta”.

Estados Unidos es uno de los principales importadores de ropa del mundo: representa alrededor de una cuarta parte del gasto total mundial de negocios al por menor. Al principio de la pandemia, cuando los minoristas estadounidenses cancelaron o dejaron sin pagar pedidos ya realizados por valor de miles de millones de dólares, los efectos se propagaron rápidamente por la cadena de suministro a escala mundial. Miles de fábricas de confección internacionales cerraron, con los consecuentes despidos y suspensiones generalizadas de empleados, como el de Litali en Lesoto. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) informa de que, entre enero y junio de 2020, en EE UU la importación de prendas de vestir cayó un 26%, lo que supone una pérdida de 17.000 millones para fábricas de todo el planeta en comparación con el mismo periodo del año anterior.

“Aunque J.C. Penney no fuese rentable, seguía siendo un negocio importante”, estima Saunders. “Todavía hace muchos pedidos a los proveedores y mantiene un gran número de puestos de trabajo en todo el mundo, así que las consecuencias son de gran alcance”.

En Tzicc Clothing, donde trabajaba Litali, más o menos una quinta parte de los empleados han perdido su trabajo desde mayo, informa Tsepang Makakole, del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Confección, el Textil y Actividades Afines (NACTWU, por sus siglas en inglés) de Lesoto. Makakole conoce al menos seis fábricas que han cerrado en el país dejando a miles sin empleo.

“Para las mujeres es un desastre”, añade. “La mayoría de las que trabajan en las fábricas son madres de familia monoparental y, ahora mismo, el sector se enfrenta a un colapso total”.

La costurera Litali cuenta que le flaquearon las piernas cuando le dieron la noticia de que se quedaba de repente sin trabajo. En la década de 1990, multitud de fábricas de confección taiwanesas y chinas se trasladaron a Lesoto. Litali dice que ella fue una de las primeras mujeres a las que enseñaron a coser. En Tzicc se sentaba a su mesa cinco días a la semana y confeccionaba camisetas y mallas de gimnasia con una máquina de coser vieja y gastada. La fábrica era de una sola planta, con paredes de ladrillo visto, y en su interior se apiñaban más de 1.000 mujeres.

Litali es viuda desde hace ocho años y tiene a su cargo a su hija menor, de 20 años, y a su nieto de cuatro. Durante el confinamiento, su jefe se demoró tres meses en abonarle los 94 dólares de su último sueldo, hasta mayo. Tzicc Clothing también alegó que Litali no tenía derecho al subsidio mensual de 160 dólares del Gobierno porque su contrato era en periodo de prueba. Malekena Ntsiki, organizadora del Sindicato Independiente Democrático de Lesoto (IDUL, por sus siglas en inglés), reclamó ambas cuestiones a Tzicc en nombre de Litali, y declara que el subsidio del Gobierno está destinado a todos los trabajadores, independientemente de su clase de contrato. La directora de recursos humanos de Tzicc Clothing, Masefatsa Mofolo, confirmó que la empresa había despedido a trabajadores debido a que tenía menos pedidos, y que Litali había perdido su empleo. Según la gerente, todos los empleados con contrato en periodo de pruebas fueron despedidos durante la pandemia.

Mientras esperaba su último cheque, Litali no recibió ingresos ni apoyo durante tres meses. Su familia sobrevivió gracias a los paquetes de comida que le daba la iglesia local hasta que llegó el sueldo. “Estaba tan nerviosa que creía que iba a volverme loca”, recuerda. “Me pasaba el día en casa durmiendo, sin hacer nada. No quería hablar con nadie ni pedir ayuda”.

En determinado momento, pensó en la posibilidad de casarse con su pareja, un electricista que cobraba a jornal. “Yo pensé que sí, que era mayor, pero que lo estaba pasando mal y que había una persona. A lo mejor el matrimonio podía ser de alguna ayuda”, dice medio en broma. La pareja estuvo junta un par de meses, pero ahora se ha separado. En California, Orozco pasa de vez en cuando por delante de la tienda J.C. Penney de la ciudad de camino al banco. En las ventanas no hay carteles comerciales y las puertas están cerradas. “Es muy triste”, se lamenta. “Me llevaba muy bien con la señora de la limpieza que trabajaba aquí. Me daba remedios para el insomnio. Me dio mucha pena saber que probablemente no volvería a verla”.

Un portavoz de J.C. Penney declinó hacer comentarios sobre el efecto del cierre de sus tiendas en todo el país. Aunque Orozco vive con sus padres, sigue teniendo que pagar las facturas del coche y el teléfono. Cuando la tienda de J.C. Penney cerró temporalmente en marzo en cumplimiento de las medidas anticovid, se quedó tres meses en paro y solicitó la prestación por desempleo.

Aprovechó el tiempo para mejorar su segunda fuente de ingresos: un negocio de productos de maquillaje. Puso en marcha Glossy Baby Cosmetics. Vende pestañas postizas, brillo de labios y ropa a través de Instagram. La joven se pasa horas buscando productos por internet y luego compra al por mayor cuando encuentra algo que le gusta. “Ahora mi habitación parece un tornado”, dice refiriéndose a las pilas de cajas.

Aún es pronto y la gente no gasta tanto como antes. En diciembre de 2020, Orozco ingresaba entre 200 y 300 dólares mensuales en ventas de su nuevo negocio por internet, alrededor de cinco veces menos que su sueldo en J.C. Penney.

El despido también ha afectado a su salud mental. Orozco sufre ataques de depresión y a menudo tiene ganas de abandonar su reciente actividad empresarial, pero su familia la convence rápidamente de que no lo haga. Su madre, Luz, que tiene 42 años, emigró de México a Estados Unidos a los 13 y montó su propio negocio de organización de fiestas, es especialmente persuasiva. Aunque se rindiera, las opciones de Orozco son limitadas. Delano se encuentra a poco más de dos horas en coche de Los Ángeles, tiene unos 50.000 habitantes y el trabajo escasea, asegura la joven. J.C. Penney era una de las pocas cadenas de tiendas que quedaban en la ciudad, y muchas compañeras de Orozco tampoco han encontrado otro trabajo desde que los almacenes cerraron.

“No tenía muchos empleados, pero la tienda era importante para Delano”, explica. “La gente está muy triste. Era el único sitio donde vendían ropa bonita, de marca, como Levi’s. Y hacía mucho tiempo que existía. Mi madre solía ir allí de compras con su madre”. Aunque no es imposible que se recupere, la caída de la demanda de ropa no muestra señales de parar, observa Saunders, de GlobalData. Según el avance de datos sobre ventas mensuales publicado por la Oficina del Censo de Estados Unidos, en octubre de 2020 las ventas descendieron un 4,2% con respecto al mes anterior.

“Si esto continúa, en 2021 y los años siguientes, podría tener graves consecuencias [duraderas] para las cadenas de abastecimiento de ropa”, añade el ejecutivo. “En un contexto de baja demanda, los precios se convierten en un problema importante. Los actores compiten entre sí y los trabajadores suelen sufrir las consecuencias a través de las condiciones laborales, los derechos, los salarios y los horarios”.

La vida de Litali y Orozco se tornó incierta. En Lesoto, Litali se pasó varios meses esperando pacientemente a las puertas de varias fábricas de ropa en busca de trabajo. En agosto consiguió un empleo cosiendo pantalones vaqueros en Presitex, una fábrica cercana a la de la empresa en la que trabajaba antes, pero su contrato es temporal y, a medida que pasan los meses, teme que no se lo renueven.

Cuando se enteró de que el alquiler de un quiosco en el centro comercial de su ciudad costaba 5.000 dólares cada dos meses, Orozco empezó a buscar maneras más rentables de dar impulso a su negocio en Instagram. Espera ahorrar lo suficiente para abrir una tienda física. “Ahora mismo no sé si arriesgarme e invertir un poco más en el negocio o pagar las facturas”, duda. “Es mucho estrés, pero vale la pena, ¿sabe? Sé que algún día habrá valido la pena”.

Este artículo fue publicado originalmente en inglés en el marco de la asociación entre The Associated Press y The Fuller Project. Investigación adicional: Refiloe Makhaba Nkune.

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