Lee el primer capítulo de 'El Jilguero' de Donna Tartt

Niño con calavera

I

Me encontraba aún en Amsterdam cuando soñé con mi madre porprimera vez en mucho tiempo. Llevaba más de una semana encerrado en elhotel, temeroso de telefonear a alguien o de salir de la habitación, yel corazón se me desbocaba al oír hasta el ruido más inocente: el timbre delascensor, el traqueteo del carrito del minibar, incluso las campanas delas iglesias dando las horas, de Westertoren, Krijtberg, una notasombría en el tañido, una sensación de fatalidad propia de un cuento dehadas. De día, sentado a los pies de la cama, me esforzaba por descifrarlas noticias de la televisión holandesa (algo inútil, ya que no sabíauna palabra de neerlandés), y cuando desistía, me quedaba junto a laventana mirando el canal envuelto en mi abrigo de pelo de camello, puesme había marchado de Nueva York de manera precipitada y la ropa que mehabía traído no abrigaba lo suficiente, ni siquiera dentro de lahabitación.

Fuera todo era bullicio y alegría. Estábamos en Navidad y sobre los puentes del canal titilaban las luces por la noche; damen en heren de mejillas coloradas, con bufandas que ondeaban al viento gélido,pasaban estrepitosamente por los adoquines con árboles de Navidad atadosa la parte trasera de sus bicicletas. Por las tardes una banda demúsicos aficionados tocaba villancicos que flotaban, estridentes yfrágiles, en el aire invernal.

Un caos de bandejas del servicio de habitaciones; demasiados cigarrillos; vodka tibio del duty-free.Durante esos agitados días de encierro llegué a conocer hasta el últimorincón de la habitación como un preso conoce su celda. Era la primeravez que estaba en Amsterdam; apenas había visitado la ciudad, y, sinembargo, la habitación en sí, con su belleza sobria, llena de corrientesy blanqueada por el sol, era como una vívida recreación del norte deEuropa, una maqueta a pequeña escala de los Países Bajos: la rectitudprotestante del encalado combinada con un lujo extremo traído en buquesmercantes de Oriente. Pasé una irrazonable cantidad de tiempo examinandoun par de minúsculos óleos con marco dorado que colgaban sobre elescritorio, uno de varios campesinos patinando sobre un estanque heladojunto a una iglesia, y el otro, un velero zarandeado en un picado marinvernal; eran copias decorativas que no tenían nada de particular,aunque las inspeccioné como si guardaran una clave cifrada que mepermitiera penetrar en el secreto corazón de los grandes maestrosflamencos. Fuera el aguanieve repiqueteaba contra los cristales de lasventanas y lloviznaba sobre el canal; y a pesar de que los brocados eranexquisitos y la alfombra mullida, la luz invernal evocaba el adversoambiente de 1943: austeridad y privaciones, té aguado sin azúcar y a lacama con hambre.

Todas las mañanas muy temprano, cuando todavía estaba oscurofuera, antes de que entrara de servicio el personal diurno y elvestíbulo empezara a llenarse, yo bajaba a buscar los periódicos. Losempleados del hotel pululaban con voces apagadas y pasos sigilosos,mirándome fugazmente con frialdad, como si no me vieran del todo, elestadounidense de la 27 que nunca aparecía durante el día; yo intentabatranquilizarme diciéndome que el gerente de noche (traje oscuro, pelocortado al rape, gafas de montura de pasta) tal vez haría lo posiblepara rehuir los conflictos o evitar los escándalos.

El Herald Tribune no informaba de mi aprieto, pero todoslos periódicos holandeses publicaban la noticia en densos bloques deletra extranjera que flotaban de forma torturante más allá de micomprensión. Onopgeloste moord. Onbekende. Subí y me acosté denuevo (vestido, porque hacía mucho frío en la habitación), y abrí losperiódicos sobre la colcha: fotografías de coches patrulla, cintasacordonando el lugar del crimen, hasta los titulares eranindescifrables, y aunque no parecían mencionar mi nombre, no había formade saber si ofrecían una descripción de mí u ocultaban la información alos lectores.

La habitación. El radiador. Een Amerikaan met een strafblad. El agua verde oliva del canal.

Como estaba aterido de frío y enfermo, y la mayor parte del tiempono sabía qué hacer (además de la ropa de abrigo, había olvidado traerun libro), me pasaba casi todo el día en la cama. Daba la impresión deque anochecía a media tarde. A menudo, con el crujir de los periódicosdesplegados, me sumía en un duermevela; la mayoría de mis sueños estabanteñidos de la misma ansiedad indefinida que impregnaba las horas quepasaba despierto: juicios, maletas reventadas sobre el asfalto con miropa desparramada por doquier e interminables pasillos de aeropuerto porlos que corría para coger aviones sabiendo que nunca llegaría a tiempo.

A causa de la fiebre tuve muchos sueños raros y sumamente vívidos,así como oleadas de sudor en las que me revolvía inquieto en la camasin apenas distinguir el día de la noche; pero en la última y peor deesas noches soñé con mi madre: un breve y misterioso sueño que viví másbien como una aparición. Yo estaba en la tienda de Hobie —mejor dicho,en algún espacio encantado del sueño que era como una versión bosquejadade la tienda— cuando ella surgía de pronto a mis espaldas y la veíareflejada detrás de mí en un espejo. Al verla me quedaba paralizado defelicidad; era ella hasta en el más mínimo detalle, incluso el dibujoque formaban sus pecas, y me sonreía, más hermosa y sin embargo no másavejentada, con el pelo negro y la graciosa curva ascendente de su boca;no era tanto un sueño como una presencia que llenaba toda lahabitación, una fuerza completamente propia, una otredad viviente.Aunque ese fue mi primer impulso, supe que no podía volverme, quemirarla significaba violar las leyes de su mundo y del mío; habíaacudido a mí del único modo a su alcance, y nuestras miradas seencontraron en el espejo durante un largo minuto silencioso; pero justocuando daba la impresión de estar a punto de hablar —con lo que parecíauna mezcla de regocijo, afecto y exasperación—, entre nosotros se elevóuna neblina y me desperté.

II

Me habrían ido mejor las cosas si ella hubiera vivido. Pero muriócuando yo todavía era un niño; y aunque todo lo que me ha sucedido desdeentonces es mi culpa, al perder a mi madre perdí de vista cualquierpunto de referencia que podría haberme conducido a un lugar más feliz,una vida más plena o agradable.

Su muerte marcó la línea divisoria: el antes y el después. Y sibien es triste admitirlo al cabo de tantos años, aún no he conocido anadie que haga que me sienta tan querido como lo hizo ella. En sucompañía todo cobraba vida; irradiaba una luz tan mágica que todocobraba más vida y color al verlo a través de su mirada; recuerdo queunas semanas antes de su muerte, mientras cenaba con ella en unrestaurante italiano del Village ya entrada la noche, me asió de lamanga ante la inesperada y casi dolorosa belleza de lo que veía: de lacocina traían en procesión un pastel de cumpleaños; la luz de las velasformaba un débil círculo tembloroso en el techo oscuro, y lo dejaron enla mesa para que brillara en medio de la familia, embelleciendo elrostro de una anciana; todo eran sonrisas alrededor, mientras loscamareros se hacían a un lado con las manos cogidas a la espalda; solose trataba de una de esas celebraciones de cumpleaños que se podían veren cualquier restaurante modesto del centro, y estoy seguro de que norecordaría ese episodio si mi madre no hubiera fallecido al poco tiempo,pero pensé en eso una y otra vez después de su muerte, y probablementelo recordaré toda mi vida: el círculo iluminado con velas, un retablo dela felicidad compartida que se desvaneció cuando la perdí.

Mi madre era guapa, además. Eso es casi secundario, pero lo era.Cuando llegó a Nueva York desde Kansas trabajó esporádicamente comomodelo, aunque nunca se sintió lo bastante cómoda frente al objetivopara ser muy buena; de hecho, ese toque tan distintivo no se plasmaba enel negativo.

Y, sin embargo, era plenamente ella misma, una rareza. No recuerdohaber visto nunca a otra persona que se le pareciera. Tenía el pelooscuro, la tez pálida y pecosa en verano, y unos luminosos ojos azulporcelana; en la curva de sus pómulos había una mezcla tan insólita delo tribal y el crepúsculo celta que a veces la gente la tomaba porislandesa. En realidad era medio irlandesa y medio cherokee, de unaciudad de Kansas cercana a la frontera de Oklahoma; le gustaba hacermereír llamándose a sí misma okie, como se conocía a los habitantes empobrecidos de ese estado que habían emigrado durante la Depresión, aunqueella era tan elegante, briosa y brillante como un caballo de carreras.Por desgracia, ese carácter exótico aparece demasiado crudo e implacableen las fotografías —las pecas disimuladas con maquillaje, el pelorecogido en una coleta a la altura de la nuca como algún noble de La historia de Genji—,y no hay ni rastro de su calidez, de su naturaleza alegre eimpredecible, que era lo que más me gustaba de ella. Por la inmovilidadque emana en las fotos, es evidente que la cámara le inspirabadesconfianza: tiene un aire vigilante y feroz, como si se prepararacontra un ataque. Pero en vida no era así. Se movía trepidantementerápido, con gestos repentinos y ligeros, y siempre se sentaba en elborde de la silla como una elegante ave de pantano a punto de alzar elvuelo espantada. Me encantaba su perfume de sándalo, tosco e inesperado,y el frufrú que hacía su camisa almidonada cuando se inclinaba parabesarme la frente. Su risa bastaba para que apartaras de una patada loque estuvieses haciendo y la siguieras. Allá adonde iba, los hombres laobservaban con el rabillo del ojo, y a veces la miraban de un modo queme inquietaba un poco.

Yo tuve la culpa de que muriera. Los demás siempre se hanapresurado a negarlo: «eras un crío», «quién podía imaginarlo», «unaccidente espantoso», «mala suerte», «podría haberle pasado acualquiera»… Cierto, pero no me creo una palabra.

Sucedió en Nueva York, un 10 de abril, hace catorce años. (Aúnahora mi mano se muestra reacia a escribir la fecha; he tenido queempujarla, para que el bolígrafo siga desplazándose sobre el papel.Antes era un día normal y corriente, pero ahora sobresale del calendariocomo un clavo oxidado.)

Si aquel día todo hubiera ido según lo previsto, se habría fundidoen el cielo inadvertidamente, desvanecido sin dejar rastro junto con elresto de mi octavo curso. ¿Qué recordaría ahora de él? Poco o nada. Sinembargo, la textura de aquella mañana, la sensación húmeda y saturadadel aire, es más nítida ahora que el presente. Tras llover toda la nocheen medio de una terrible tormenta, había tiendas inundadas y un par deestaciones de metro cerradas; los dos estábamos de pie en la moquetaempapada que se extendía fuera del vestíbulo del edificio de pisos dondevivíamos mientras el conserje favorito de mi madre, Goldie, que laadoraba, caminaba hacia atrás por la calle Cincuenta y siete con elbrazo levantado y silbando para detener un taxi. Los coches pasabanzumbando bajo cortinas de agua sucia; sobre los rascacielos rodabannubes cargadas de lluvia que de vez en cuando se abrían dejando clarosde cielo azul nítido, y en la calle, bajo el humo de los tubos deescape, soplaba un viento suave y húmedo como de primavera.

—Ah, está ocupado, señora —gritó Goldie por encima del estruendode la calle, esquivando un taxi que dobló la esquina salpicándolo yapagó la luz verde.

Era el más menudo de los conserjes: un puertorriqueño de tezclara, flaco, pálido y enérgico que había sido boxeador de peso pluma.Aunque tenía las mejillas flácidas de tanto darle a la botella (a vecesse presentaba en el turno de noche oliendo a J&B), era enjuto,musculoso y rápido; siempre estaba bromeando y continuamente se tomabaun descanso para fumarse un cigarrillo en la esquina, desplazando elpeso de un pie al otro mientras se echaba vaho en las blancas manosenguantadas cuando hacía frío, contando chistes en español y haciendodesternillarse de la risa a los demás conserjes.

—¿Tienen mucha prisa esta mañana? —le preguntó a mi madre.

En su chapa se leía «Burt D.», pero todo el mundo lo llamaba Goldie, derivado de gold, por su diente de oro y porque se apellidaba De Oro.

—No, vamos con tiempo de sobra. No se preocupe.

Pero parecía agotada y le temblaron las manos mientras se anudaba de nuevo el pañuelo, que se levantaba y agitaba con el viento.

Goldie debió de percatarse, porque se volvió hacia mí (que estabaapoyado con actitud evasiva contra el macetero de hormigón que habíafrente al edificio, mirando a todas partes menos a ella) con ciertadesaprobación.

—¿No vas a coger el tren? —me preguntó.

—No, tenemos unos recados que hacer —respondió mi madre sin mucha convicción, al darse cuenta de que yo no sabía qué decir.

Yo no solía fijarme mucho en cómo iba vestida, pero el atuendo quellevaba esa mañana (gabardina blanca, un diáfano pañuelo rosa y zapatosbicolor negro y blanco) se me quedó tan firmemente grabado en lamemoria que ahora me cuesta recordarla de otro modo.

Yo tenía trece años. No soporto recordar lo incómodos que nossentíamos los dos aquella última mañana, lo bastante agarrotados paraque el conserje lo notara; en cualquier otro momento habríamos estadohablando de manera amigable, pero aquella mañana no teníamos gran cosaque decirnos porque me habían expulsado del colegio. Habían llamado a mimadre a su oficina el día anterior, y ella había vuelto a casa callada yfuriosa; lo terrible era que yo ni siquiera sabía por qué me habíanexpulsado, aunque estaba casi seguro de que el señor Beeman (en eltrayecto de su despacho a la sala de profesores) había mirado por laventana del segundo piso en el momento menos oportuno y me había vistofumar en el recinto del colegio. (Mejor dicho, me había visto encompañía de Tom Cable mientras él fumaba, lo que en mi colegio venía aser lo mismo.) Mi madre aborrecía el tabaco. Sus padres —sobre quienesme encantaba oír hablar, y que habían muerto injustamente antes de queyo tuviera oportunidad de conocerlos— habían sido unos afablesentrenadores de caballos que viajaban por el Oeste y criaban caballosmorgan para ganarse la vida; eran unos alegres jugadores decanasta ybuenos bebedores de cócteles, iban al derbi de Kentucky todos los años yguardaban cigarrillos por toda la casa en cajas de plata. Un día,cuando volvía de los establos, mi abuela se dobló en dos y empezó atoser sangre; a partir de entonces, durante el resto de la adolescenciade mi madre siempre hubo bombonas de oxígeno en el porche delantero ylas persianas del dormitorio permanecieron bajadas.

Pero, como me temía, y no sin razón, el cigarrillo de Tom solohabía sido la punta del iceberg. Hacía tiempo que yo tenía problemas enel colegio. Todo había comenzado, o, más bien, se había agravado, unosmeses atrás, cuando mi padre se había largado, dejándonos a mi madre y amí; nunca nos habíamos llevado muy bien y, en general, mi madre y yoestábamos mejor sin él, pero otras personas parecieron escandalizarse yalarmarse ante la brusca forma en que nos había dejado (sin dinero nipensión alimenticia, ni una dirección de contacto); los profesores de micolegio del Upper West Side me compadecían tanto, y estaban tanimpacientes por demostrarme su comprensión y su apoyo, que fueronextraordinariamente indulgentes conmigo —pese a ser un alumno becado—,posponiendo fechas de entrega de ejercicios y dándome segundas yterceras oportunidades; en otras palabras, aflojando la cuerda, hastaque, en cuestión de unos meses, me las arreglé para caer en un hoyo muyprofundo.

De modo que nos habían citado a los dos —a mi madre y mí— en elcolegio. La reunión no era hasta las once y media, pero mi madre sehabía visto obligada a tomarse el día libre, y nos dirigíamos al WestSide temprano para desayunar (y tener una charla seria, me imaginé); unavez allí, ella aprovecharía para comprar un regalo de cumpleaños parauna colega de su oficina. La noche anterior se había quedado levantadahasta las dos y media, con su tensa cara iluminada por el resplandor delordenador, escribiendo correos electrónicos e intentando despejar elterreno para tomarse la mañana libre.

—No sé qué pensará usted —le decía Goldie irritado a mi madre—,pero yo ya estoy harto de la primavera y la humedad. No veo más quelluvia, lluvia… —Tiritó y, subiéndose el cuello del abrigo de formateatral, alzó la vista hacia el cielo.

—Creo que han dicho que esta tarde escampará.

—Sí, lo sé, pero yo ya estoy listo para el verano. —Se frotó lasmanos—. Todos se van de la ciudad, la odian, se quejan del calor, peroyo…, yo soy un pájaro tropical. Cuanto más calor haga mejor. ¡No letemo! —Batiendo palmas, se dio la vuelta y se alejó de espaldas por lacalle—. Qué quiere que le diga, lo que más me gusta es la paz que hayaquí. Cuando llega julio el edificio se queda desierto y tranquilo, todoel mundo se va, ¿sabe? —Chasqueó los dedos a un taxi que pasó a todavelocidad—. Son mis vacaciones.

—Pero ¿no se achicharra aquí fuera? —Mi distante padre nosoportaba esa tendencia de ella a entablar conversación con lascamareras, los conserjes y los sibilantes ancianos de la tintorería—.Quiero decir que en invierno al menos uno puede abrigarse…

—Usted no sabe lo que es este trabajo en invierno. Le aseguro que,por muchos abrigos y gorros que uno se ponga, se pasa frío. ¿Se imaginaestar aquí fuera, en enero o en febrero, con el viento que sopla delrío? Brrrr.

Agitado y mordiéndome la uña del pulgar, me quedé mirando lostaxis que pasaban a toda velocidad por delante del brazo levantado deGoldie. Sabía que sería una espera agotadora hasta la cita de las once ymedia; lo único que podía hacer era estarme quieto y no balbucearninguna pregunta que pudiera incriminarme. No tenía ni idea de qué nossoltarían a mi madre y a mí una vez que estuviéramos en el despacho; lamisma palabra «cita» hacía pensar en una asamblea de autoridades,acusaciones e intimidaciones, una posible expulsión. Sería un desastreque yo perdiera mi beca; desde que mi padre se había ido estábamos sinblanca, y a duras penas nos alcanzaba para pagar el alquiler. Ante todo,yo estaba muerto de preocupación por si el señor Beeman habíaaveriguado de algún modo que Tom Cable y yo habíamos allanado casas deveraneo vacías cuando me quedé en su casa de los Hamptons. Digo«allanar» pero no habíamos forzado ninguna cerradura ni causadodesperfecto alguno (la madre de Tom era agente inmobiliaria, y abríamosla puerta con el juego de llaves que ella guardaba en su oficina). Másque nada fisgoneábamos en los armarios y husmeábamos en los cajones delas cómodas, pero también nos habíamos llevado algunas cosas: cervezasde la nevera, un juego de Xbox, un DVD (Danny el perro, deJet Li) y dinero, unos noventa y dos dólares en total, en billetes decinco y diez arrugados de un tarro de la cocina, y muchas monedassueltas de los lavaderos.

Cuando lo recordaba tenía náuseas. Hacía meses que no iba por casade Tom y aunque traté de convencerme de que el señor Beeman no podíahaberse enterado de nuestras andanzas —¿cómo iba a enterarse?—, miimaginación galopaba de aquí para allá en aterrados zigzags. Estabaresuelto a no delatar a Tom (aunque no tenía la seguridad de que él nolo hiciera), pero eso me dejaba en una situación muy vulnerable. ¿Cómopodía haber sido tan estúpido? Allanar una vivienda era un delito; lagente iba a la cárcel por eso. La noche anterior había dado vueltas enla cama durante horas torturándome mientras contemplaba cómo la lluviagolpeaba en ráfagas irregulares el cristal de la ventana, preguntándomequé podía decirles si me interrogaban. Sin embargo, ¿cómo iba adefenderme cuando no tenía la certeza de que lo supieran?

Goldie soltó un gran suspiro, bajó el brazo y caminó hacia atrás sobre los talones hasta donde estaba mi madre.

—Increíble —le dijo, sin apartar los ojos hastiados de la calle—.Las inundaciones han llegado al SoHo, como ya debe de saber, y Carlosnos estaba diciendo que han cerrado algunas calles junto al edificio dela ONU.

Sombrío, observé la multitud de obreros que bajaban del autobúsurbano con tan poca alegría como un enjambre de avispones. Quizáhabríamos tenido más suerte si hubiéramos caminado un par de manzanashacia el oeste, pero mi madre y yo conocíamos lo suficientemente bien aGoldie para saber que se ofendería si nos íbamos por nuestra cuenta. Yjusto en ese momento —tan de repente que todos dimos un respingo— untaxi con la luz verde encendida derrapó hacia nosotros, levantando unabanico de agua con olor a cloaca.

—¡Cuidado! —exclamó Goldie, saltando de lado mientras el taxiavanzaba con dificultad hasta detenerse. Luego, advirtiendo que mi madreno tenía paraguas, añadió—: Espere. —Entró en el vestíbulo y seencaminó hacia la colección de paraguas perdidos y olvidados queguardaba en un paragüero de latón junto a la chimenea y que redistribuíalos días lluviosos.

—No se preocupe, Goldie —dijo mi madre, sacando del bolso su pequeño modelo plegable de rayas—, voy preparada…

Goldie regresó de una zancada a la cuneta y cerró la puerta deltaxi detrás de ella. Luego se agachó y dio unos golpecitos en laventanilla.

—Vaya usted con Dios.

III

Me gusta creer que soy una persona intuitiva (como hacemos todos,supongo) y al escribir sobre ese día resulta tentador decir que unasombra flotaba sobre mi cabeza. Pero yo era sordo y ciego al futuro; miúnica y agobiante preocupación era la reunión del colegio. Cuando llamé aTom para decirle que me habían expulsado (susurrando por el teléfonofijo, pues mi madre me había confiscado el móvil), él no pareciósorprenderse mucho. «Mira —dijo, interrumpiéndome—, no seas estúpido,Theo. Nadie sabe nada. Ni se te ocurra abrir la puta boca. —Y antes deque yo pudiera decir algo más, añadió—: Lo siento, tengo que irme», ycolgó.

En el taxi, intenté abrir unos dedos la ventanilla para queentrara un poco de aire; no tuve suerte. Apestaba como si alguienhubiera cambiado pañales sucios en el asiento trasero, o incluso hubieracagado en él y luego hubiese intentado tapar el hedor echando un montónde ambientador de coco con olor a protector solar. Los asientos,parcheados con cinta adhesiva, estaban grasientos, y los amortiguadoreseran casi inexistentes. Cuando pasábamos por un bache me vibraban losdientes a la vez que las baratijas religiosas que colgaban delretrovisor: medallones, una diminuta espada curvada que danzabasuspendida de una cadena de plástico y un gurú barbudo con turbante quemiraba hacia el asiento trasero con ojos penetrantes, con la palma de lamano levantada en el acto de bendecir.

A lo largo de Park Avenue, las hileras de tulipanes rojos seponían en posición de firmes a medida que pasábamos a toda velocidad.Pop de Bollywood, reducido a un débil y casi subliminal gemido, seelevaba hipnóticamente en destellantes espirales justo en el umbral demi oído. Empezaban a caer las hojas de los árboles. Los repartidores deD’Agostino y Gristede empujaban carros cargados de comestibles;ejecutivas de aspecto agobiado pasaban con gran repiqueteo de taconespor la acera arrastrando a renuentes párvulos; un empleado uniformadobarría la cuneta con una escoba y un recogedor de palo largo; abogados ycorredores de bolsa arrugaban la frente al alzar la vista hacia elcielo, con una mano levantada con la palma hacia arriba. Mientras eltaxi daba tumbos por la avenida (mi madre, con aire desgraciado, seaferraba al apoyabrazos para armarse de valor), observé a través de laventanilla los rostros dispépticos de todos los días (personas congabardina y expresión preocupada apiñándose en sombrías multitudes enlos cruces, bebiendo café de tazas desechables, hablando por móviles ymirando furtivamente de un lado a otro) e intenté no pensar en losdesagradables destinos que podían aguardarme, algunos de ellosrelacionados con el tribunal de menores o la cárcel.

El taxi se balanceó al tomar una curva cerrada en la calle Ochenta y seis. Mi madre cayó sobre mí y me agarró el brazo; vi que estaba fría y pálida.

—¿Estás mareada? —le pregunté, olvidando por un momento mis problemas.

Tenía una expresión fija y afligida que enseguida reconocí: loslabios apretados, la frente húmeda y los ojos vidriosos y muy abiertos.

Empezó a decir algo, pero se llevó una mano a la boca cuando eltaxi se detuvo con una sacudida en un semáforo, arrojándonos haciadelante y luego hacia atrás contra el asiento.

—Espera —le dije, y me incliné para golpear el grasiento plexiglás.

El conductor (un sij con turbante) dio un respingo.

—Oiga —dije a través de la rejilla—, nos bajamos aquí.

El sij, reflejado en el espejo del retrovisor adornado con guirnaldas, me miró con atención.

—Quieren parar aquí.

—Sí, por favor.

—Pero esta no es la dirección que me han dado ustedes.

—Lo sé. Pero ya nos va bien —respondí, mirando de nuevo a mimadre, que revolvía en el bolso, con el rímel corrido y una expresióndesfallecida, buscando el billetero.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó el taxista, poco convencido.

—Sí, sí. Solo necesitamos bajar, gracias.

Con manos temblorosas, mi madre sacó un puñado de dólares deaspecto húmedo que deslizó por debajo de la rejilla. Mientras el sij loscogía (con resignación, desviando la mirada), yo me apeé y sostuve lapuerta abierta.

Mi madre dio un traspié al bajar en la cuneta y me agarró el brazo.

—¿Estás bien? —le pregunté con timidez mientras el taxi se alejaba a gran velocidad.

Nos encontrábamos en el norte de la Quinta Avenida, junto a las mansiones que daban al parque.

Ella respiró hondo, luego se secó la frente y me dio un apretón en el brazo.

—Uf —dijo, abanicándose con una mano.

Le brillaba la frente y todavía tenía la mirada un poco perdida;su aspecto ligeramente desaliñado hacía pensar en un ave marina a la queel viento ha desviado de rumbo.

—Lo siento, pero aún me noto las piernas un poco flojas. Menos malque nos hemos bajado de ese taxi. Enseguida estaré bien. Solonecesitaba tomar un poco de aire.

La gente pasaba a nuestro alrededor en la esquina llena decorrientes: colegialas con uniforme corriendo y riéndose mientras nosesquivaban; niñeras empujando sofisticados cochecitos con dos o tresbebés. Un agobiado padre con aspecto de abogado nos rozó al pasar pornuestro lado asiendo a su hijo por la muñeca.

—No, Braden —oí que le decía al niño, que trotaba para ponerse asu altura—, no deberías pensar de ese modo. Es importante trabajar enalgo que te gusta…

Nos apartamos para esquivar el cubo lleno de agua jabonosa que un conserje vació en la acera frente a su edificio.

—Dime —dijo mi madre, frotándose las sienes con las puntas de los dedos—, ¿era yo o ese taxi olía increíblemente…?

—¿Repugnante? ¿Una mezcla de trópico hawaiano y pañales cagados?

Ella se abanicó la cara con una mano.

—La verdad…, no habría importado tanto si no hubiera sido portodos esos arranques y frenazos bruscos. Me encontraba perfectamente yde pronto me he puesto fatal.

—¿Por qué no preguntas si puedes sentarte en el asiento delantero?

—Hablas como tu padre.

Desvié la mirada avergonzado, porque yo también había percibido un dejo de su irritante tono pedante.

—Iremos andando hasta Madison y buscaremos un lugar para sentarnos—dije, pues estaba muerto de hambre y allí había un local que megustaba.

Pero —casi con un escalofrío, seguido de una visible oleada de náuseas— ella hizo un gesto de negación.

—Aire. —Tenía cercos de rímel debajo de los ojos—. El aire me sentará bien.

—Lo que tú digas —respondí, quizá demasiado rápidamente, impaciente por complacerla.

Me esforzaba por ser agradable, pero mi madre, aun mareada einestable como se sentía, no había pasado por alto el tono de mi voz; memiró con atención, intentando averiguar en qué estaba pensando. (Esaera otra mala costumbre que habíamos adquirido después de vivir duranteaños con mi padre: intentar leer el pensamiento del otro.)

—¿Hay algún sitio al que quieras ir?

—Hum, en realidad no —respondí, retrocediendo un paso y mirandoalrededor consternado; aunque tenía hambre, no estaba en posición deinsistir.

—Enseguida estaré bien. Dame un minuto.

—Quizá… —sugerí parpadeando agitado, ¿qué quería ella?, ¿qué le gustaría?— podríamos sentarnos en el parque.

Aliviado, vi que ella asentía.

—Muy bien —dijo con lo que yo llamaba su voz de Mary Poppins—, pero solo hasta que recupere el aliento.

Y nos encaminamos hacia el cruce peatonal de la calle Setenta ynueve, pasando por delante de arbustos recortados con formas animales enmaceteros barrocos y de pesadas puertas de hierro forjado. La luz habíaido apagándose hasta quedar en un tono gris industrial, y la brisa eratan densa como el vapor que se eleva de un hervidor de agua. Al otrolado de la calle, junto al parque, unos artistas montaban sustenderetes, desenrollando lienzos y colgando sus acuarelas de lacatedral Saint Patrick y del puente de Brooklyn.

Caminamos en silencio. Yo pensaba en mi situación (¿habíanrecibido alguna llamada los padres de Tom?, ¿por qué no se me habíaocurrido preguntárselo a él?), así como en lo que pediría para desayunaren cuanto consiguiera llevar a mi madre a la cafetería (tortilla depatatas con beicon al estilo occidental; ella tomaría lo de siempre, unatostada de centeno con huevos escalfados y un café solo), y apenasprestaba atención a dónde nos dirigíamos cuando me di cuenta de que ellaacababa de decir algo. No me miraba a mí sino al parque; su expresiónme hizo pensar en una famosa película francesa cuyo título no recordaba,en la que unos individuos distraídos caminaban por calles azotadas porel viento y hablaban mucho pero en realidad no parecían hablar unos conotros.

—¿Qué has dicho? —le pregunté tras unos minutos de confusión, apretando el paso para alcanzarla—. ¿La vuelta de qué…?

Ella pareció sorprenderse, como si se hubiera olvidado de que yoestaba allí. La gabardina blanca, que ondeaba al viento, aumentaba suaspecto de ibis con patas largas, como si estuviera a punto de desplegarlas alas y alzar el vuelo por encima del parque.

—¿Qué es lo que da vueltas?

Mi madre me miró sin comprender, luego negó con la cabeza y se rió de aquel modo brusco e infantil que tenía.

—Nada. He dicho «vueltas del tiempo».

Aunque era extraño decirlo, yo sabía a qué se refería, o al menoscreí saberlo: ese estremecimiento al sentirse de repente desconectada,los segundos de ausencia en la acera, como un paréntesis de tiempoperdido o unos fotogramas cortados de una película.

—No, no, cachorrito, solo me refería al barrio —añadióalborotándome el pelo y haciéndome sonreír casi avergonzado; así eracomo me llamaba de pequeño, «cachorrito», y a mí me gustaba tan pococomo que me alborotara el pelo, pero aun cohibido como me sentía mealegré al ver que ella estaba de mejor humor—. Siempre me pasa lo mismo.Cuando estoy aquí es como si volviera a tener dieciocho años y acabarade bajar del autobús.

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—¿Aquí? —le pregunté sin convicción, permitiendo que me cogiera la mano, algo que normalmente no habría hecho—. Es extraño.

Yo lo sabía todo sobre los primeros días que mi madre había pasadoen Manhattan, muy lejos de la Quinta Avenida, en la Avenida B, en unestudio situado encima de un bar donde los vagabundos dormían en elportal, las peleas del bar se extendían a la calle y una ancianatrastornada llamada Mo tenía diez o doce gatos que había recogido de lacalle debajo de la escalera del piso superior.

Ella se encogió de hombros.

—Sí, pero esta calle sigue exactamente igual que el primer día quela vi. Es como entrar en un túnel del tiempo. En el Lower East Side…,bueno, ya sabes cómo son las cosas allí, siempre hay algo nuevo, aunqueyo me sentía como Rip van Winkle, cada vez más alejada de todo. Algunosdías me despertaba y era como si hubieran venido y cambiado losescaparates durante la noche. Los viejos restaurantes cerraban, y dondeestaba la tintorería aparecía un bar moderno…

Guardé un silencio respetuoso. Últimamente mi madre tenía muypresente el paso del tiempo, quizá porque se acercaba su cumpleaños.«Soy demasiado mayor para esto», había dicho días atrás mientras sepaseaba por el piso hurgando debajo de los cojines del sofá, en losbolsillos de los abrigos y las chaquetas en busca de monedas sueltaspara pagar al chico de los repartos de la charcutería.

Metió las manos en los bolsillos de su abrigo.

—Por aquí no hay tantos cambios —dijo. Aunque hablaba con tonodesenfadado, vi que había confusión en sus ojos; era evidente que nohabía dormido bien por mi culpa—. Upper Park es de los pocos lugaresdonde todavía puedes ver cómo era la ciudad en la década de milochocientos noventa. También en Gramercy Park y en una parte delVillage. Aun así, cuando llegué por primera vez a Nueva York pensaba queeste era el barrio de Edith Wharton, Franny y Zooey y Desayuno en Tiffany’s, todo en uno.

—Franny y Zooey transcurre en el West Side.

—Sí, pero entonces yo era demasiado palurda para saberlo. Solopuedo decir que era bastante diferente al Lower East, donde losvagabundos prendían fuego a los cubos de basura. Aquí los fines desemana eran mágicos, dando vueltas por el museo…, deambulando yo solapor Central Park…

—¿Deambulando? —Gran parte del vocabulario de mi madre sonabaexótico a mis oídos, y «deambular» me pareció algún término deequitación de su niñez, una cabalgada lenta quizá, un paso equino entregalope y trote.

—Bueno, ya sabes, yendo de aquí para allá. Sin blanca, conagujeros en los calcetines y alimentándome a base de gachas de avena. Locreas o no, yo venía aquí algunos fines de semana. Ahorraba para eltren de regreso. Eso era cuando todavía había billetes en lugar detarjetas. Aun así se suponía que tenías que pagar para entrar en elmuseo. La «donación sugerida». Bueno, imagino que yo era mucho máscaradura entonces, o quizá solo se compadecían de mí… Oh, no —añadió conotro tono, deteniéndose en seco, de modo que yo di unos pasos más a sulado sin darme cuenta.

—¿Qué pasa? —pregunté volviéndome.

—He notado algo. —Alargó una mano y miró hacia el cielo—. ¿Tú no?

Y mientras lo decía pareció que se iba la luz. El cielo oscureciórápidamente, se puso más negro en segundos; el viento agitó los árbolesdel parque y las hojas nuevas de las ramas destacaron amarillas ytiernas contra los nubarrones.

—Vaya, qué suerte —exclamó mi madre—. Va a caer una buena. —Se inclinó hacia la calle, mirando al norte: no había taxis.

Le cogí la mano de nuevo.

—Vamos, tendremos más suerte en el otro lado.

Esperamos con impaciencia a que cambiara el semáforo. Volaban y se arremolinaban papeles por la calle.

—Mira, allí hay un taxi —dije mirando hacia la Quinta Avenida,pero aún no había acabado la frase cuando un hombre de negocios bajócorriendo de la acera con el brazo levantado y la luz verde se apagó.

En la acera de enfrente los artistas se apresuraban a cubrir suscuadros con plásticos. El vendedor ambulante de café bajó las persianasde su carrito. Cruzamos a toda prisa la calle y antes de que llegáramosal otro lado me cayó en la mejilla una gruesa gota de lluvia. Sobre laacera empezaron a aparecer círculos marrones, muy espaciados y deltamaño de una moneda de veinticinco centavos.

—¡Maldita sea! —gritó mi madre.

Revolvió en su bolso buscando el paraguas, que apenas era lo bastante grande para una persona.

Y por fin descargó, en sesgadas cortinas de lluvia fríaacompañadas de amplias ráfagas de viento que abatían las copas de losárboles y agitaban los toldos de la acera de enfrente. Mi madre seesforzaba por sostener en alto el pequeño paraguas sin gran éxito. Lostranseúntes que pasaban por la calle y el parque con maletines yperiódicos sobre la cabeza se apresuraban a subir los escalones delmuseo, que era el único lugar donde era posible guarecerse de la lluvia.Hubo algo festivo y alegre en los dos subiendo los escalones, rápido,rápido, bajo el endeble paraguas de rayas, ni más ni menos como siescapáramos de alguna desgracia en lugar de ir derechos a su encuentro.

IV

A mi madre le sucedieron tres cosas importantes tras su llegada aNueva York en autobús desde Kansas, sin amigos y prácticamente sinblanca. La primera fue que un cazatalentos llamado Davy Jo Pickering lavio sirviendo mesas en una cafetería del Village; era una adolescentefamélica con unas Doc Martens, ropa de segunda mano de alguna tiendabenéfica y una trenza tan larga colgándole a la espalda que podíasentarse sobre ella. Cuando le llevó un café, él le ofreció setecientosdólares que enseguida subió a mil por sustituir a una joven que no sehabía presentado al otro lado de la calle para una sesión de fotos decatálogo. A continuación señaló la caravana y al equipo, instalados enel parque de Sheridan Square; contó los billetes y los dejó encima delmostrador.

—Deme diez minutos —respondió ella; sirvió el resto de los desayunos que le habían pedido, luego colgó el delantal y salió.

«Solo era modelo de catálogos de venta por correo», se tomaba lamolestia de decirle a la gente, para aclarar que nunca había trabajadoen revistas de moda o firmas de alta costura, sino solo para circularesde alguna cadena, con ropa de sport barata destinada a jovencitas deMissouri y Montana. A veces resultaba divertido, pero la mayoría de lasocasiones no lo era: trajes de baño en enero, tiritando con gripe;tweeds y lana en pleno verano, sofocada durante horas en medio de hojasde otoño de mentira mientras el ventilador del estudio agitaba airecaliente y un tipo del departamento de maquillaje corría entre tomaspara secarle con polvos el sudor de la cara.

Sin embargo, durante esos años en los que había fingido ser unauniversitaria —posando en campus ficticios en rígidas parejas o tríos,con los libros contra el pecho—, había logrado ahorrar suficiente dineropara ir a la universidad de verdad y estudiar historia del arte en laUniversidad de Nueva York. Nunca había visto un gran cuadro en personahasta que cumplió dieciocho años y se fue a vivir a Nueva York; deseabarecuperar el tiempo perdido; «auténtica felicidad, el paraíso terrenal»,había exclamado, rodeada de libros de arte y examinando durante horas yhoras las mismas viejas diapositivas (Manet, Vuillard) hasta que veíaborroso. («Es una locura —había dicho—, pero sería feliz mirando losmismos seis cuadros el resto de mi vida. No se me ocurre una forma mejorde enloquecer.»)

La universidad fue la segunda cosa que le ocurrió en Nueva York;quizá para ella la más importante. De no haber sido por la tercera(conocer y casarse con mi padre, lo que no resultó tan afortunado comolas dos primeras), seguramente habría terminado la licenciatura yobtenido el doctorado. Siempre que tenía unas horas libres iba corriendoal Frick, el MoMA o el Met; de ahí que, mientras estábamos bajo elgoteante pórtico del museo, mirando hacia la Quinta Avenida envuelta enbruma y observando cómo la lluvia rebotaba de la calzada, no mesorprendiera cuando ella sacudió el paraguas y dijo:

—Podríamos entrar a echar un vistazo hasta que pare.

—Hummm… —Lo que yo quería era desayunar—. Sí, claro.

Miró su reloj.

—Tenemos tiempo. Será imposible coger un taxi con este aguacero.

Ella tenía razón. Aun así, yo estaba muerto de hambre. ¿Cuándocomeríamos algo?, me pregunté malhumorado mientras subía las escalerasdetrás de ella. Por lo que yo sabía, después de la reunión ella estaríatan furiosa que no me llevaría a ninguna cafetería, y tendría que irme acasa y conformarme con una barrita de cereales.

Sin embargo, el museo siempre era algo festivo; y una vez queentramos y nos vimos envueltos en el alegre clamor de los turistas quenos rodeaban, me sentí extrañamente distanciado de lo que pudieradepararme el día. En el vestíbulo principal el ruido era ensordecedor yhedía a abrigo mojado. Una multitud de jubilados asiáticos empapadospasó por nuestro lado detrás de una pulcra guía con aire de azafata; ungrupo de girl scouts desaliñadas cuchicheaba cerca del guardarropa, yjunto al mostrador de información había una hilera de cadetes de laescuela militar enfundados en el uniforme de gala gris y sin gorra, conlas manos a la espalda.

Para mí —un chico de ciudad, siempre confinado entre las cuatroparedes de nuestro piso—, los museos eran interesantes sobre todo por suamplitud, un palacio donde las salas no se acababan nunca y a medidaque te adentrabas en él estaban cada vez más desiertas. Algunas de lasalcobas abandonadas y de los salones sin acordonar de las profundidadesde la sección de decoración europea parecían sumidas en un hechizo, comosi nadie los hubiera pisado durante cientos de años. Desde que habíaempezado a moverme yo solo en tren, me encantaba ir allí y deambularhasta que me perdía, internándome cada vez más en el laberinto degalerías; a veces descubría olvidados salones de armaduras y porcelanasque no había visto nunca (y que, a menudo, no era capaz de encontrar denuevo).

Mientras hacía cola detrás de mi madre para entrar, incliné lacabeza hacia atrás y miré el profundo y oscuro techo abovedado de dosplantas de altura; si lo miraba con suficiente atención a veces tenía lasensación de que me elevaba flotando como una pluma, un truco de miniñez que perdía intensidad a medida que me hacía mayor.

Entretanto mi madre, con la nariz colorada y sin aliento tras la carrera bajo la lluvia, buscaba a tientas el billetero.

—Cuando terminemos quizá me pase por la tienda de regalos —medecía—. Estoy segura de que lo último que quiere Mathilde es un libro dearte, pero no podrá refunfuñar mucho sin parecer una palurda.

—Ostras —dije—. ¿El regalo es para Mathilde?

Mathilde era la directora de arte de la agencia de publicidaddonde trabajaba mi madre; hija de un magnate que importaba telas deFrancia, era más joven que mi madre y tenía fama de quisquillosa yproclive a las rabietas si el servicio de coches de alquiler o elcatering no estaban a su altura.

—Sí. —Sin decir una palabra me ofreció un chicle, que acepté, yarrojó el paquete de nuevo al bolso—. Me refiero a que ese es elproblema con Mathilde. Para ella un regalo bien escogido no debe costarmucho; podría ser un pisapapeles barato del mercadillo. Lo que supongoque sería fantástico si alguno de nosotros tuviera tiempo para ir alcentro y patearse el mercadillo. El año pasado le tocó a Pru. Le entróel pánico y a la hora de comer fue corriendo a Saks, donde acabógastándose cincuenta dólares de su bolsillo, más lo que habíamos juntadoentre todos, por unas gafas de sol, creo que de Tom Ford. Aun asíMathilde tuvo que soltar su perorata sobre los estadounidenses y sucultura consumista. Pru ni siquiera es estadounidense sino australiana.

—¿Lo has hablado con Sergio? —le pregunté.

Sergio, que casi nunca estaba en la oficina, aunque salía a menudoen las crónicas de sociedad con gente como Donatella Versace, era elmultimillonario propietario de la agencia; «hablar con Sergio de algo»era lo mismo que decir: ¿qué haría Jesucristo?

—Lo que Sergio entiende por un libro de arte es un recopilatoriode Helmut Newton o quizá ese tomo ilustrado de gran formato que hizoMadonna hace tiempo.

Estaba a punto de preguntar quién era Helmut Newton cuanto tuve una ocurrencia mejor.

—¿Por qué no le compras una tarjeta de metro?

Mi madre puso los ojos en blanco.

—Créeme, ganas no me faltan. —Hacía poco se había desatado unacrisis en la oficina cuando el coche de Mathilde quedó atrapado en unembotellamiento, dejándola varada en Williamsburg en el estudio de unjoyero.

—Algo así como anónimamente. Deja en su mesa una tarjeta vieja, solo para ver su reacción.

—Te diré cómo reaccionaría —dijo mi madre, deslizando su carnet desocio a través de la ventanilla de venta de entradas—. Despediría a susecretaria y quizá a la mitad de los de producción.

La agencia de publicidad donde trabajaba mi madre estabaespecializada en accesorios de mujer. Durante todo el día, bajo lamirada agitada y ligeramente maliciosa de Mathilde, supervisaba fotos dependientes de cristal que resplandecían sobre montones de nieveartificial, y de bolsos de piel de cocodrilo —olvidados en el asientotrasero de limusinas vacías— que brillaban formando aureolas de luzcelestial. Se le daba bien; prefería ese trabajo a estar detrás de lacámara, y yo sabía que disfrutaba viendo su obra en los anuncios delmetro o en las vallas publicitarias de Times Square. Pero pese al brilloy el glamour de su empleo (desayunos con champán, bolsos de Bergdorf deregalo), las jornadas eran larguísimas y en lo más profundo de todoello había una vacuidad —yo lo sabía— que la entristecía. Lo querealmente quería era volver a la universidad, aunque, por supuesto,ambos sabíamos que tenía pocas posibilidades de conseguirlo ahora que sehabía ido mi padre.

—Bien —dijo, volviendo la espalda a la ventanilla y entregándomeun pase—, ayúdame a controlar el tiempo, ¿vale? Es una exposiciónenorme… —Señaló el póster: RETRATOS Y NATURALEZAS MUERTAS: OBRASMAESTRAS DEL SIGLO DE ORO—. No podemos verla toda de una vez, pero hayvarios cuadros que…

Su voz se perdió mientras yo subía detrás de ella por la escaleraprincipal, debatiéndome entre la prudente necesidad de seguirla de cercay las ganas de quedarme unos pasos atrás y fingir que no iba con ella.

—No soporto ir con tantas prisas —estaba diciendo ella cuando laalcancé en lo alto de la escalera—, pero esta es la clase de exposiciónque tienes que visitar dos o tres veces. Está La lección de anatomía,que no podemos dejar de ver, pero lo que más me interesa es una obrapequeña y poco común de un pintor que fue maestro de Vermeer. El maestromás grande de la pintura del que se tiene noticia. Los cuadros de FransHals también son de gran interés. Conoces a Hals, ¿verdad? ¿El alegre bebedor? ¿Y Las regentes del asilo de ancianos?

—Sí —respondí con vacilación.

De los cuadros que ella había mencionado, el único que conocía era La lección de anatomía.En el cartel de la exposición aparecía un detalle: carne lívida,múltiples tonos de negro y mirones de aspecto ebrio con los ojosinyectados en sangre y la nariz colorada.

—Materia Arte 101 —dijo mi madre—. Aquí, a la izquierda.

En la planta superior, con el pelo todavía mojado por la lluvia, hacía un frío gélido.

—No, no, por aquí —me dijo mi madre, asiéndome de la manga.

No era fácil encontrar la exposición, y mientras vagábamos por lasconcurridas galerías (zigzagueando entre la multitud, girando a derechae izquierda, y volviendo sobre nuestros pasos a través de laberintos deletreros y planos confusos), aparecían en los lugares más inesperados eimpredecibles unas enormes y lúgubres reproducciones de La lección de anatomía, carteles siniestros con el mismo viejo cadáver con el brazo desollado y unas flechas rojas debajo: «quirófano, por aquí».

Yo no estaba muy emocionado ante la perspectiva de ver un montónde cuadros de holandeses con ropajes oscuros, y cuando cruzamos laspuertas de cristal —abandonando los resonantes pasillos para adentrarnosen un silencio enmoquetado—, lo primero que pensé fue que nos habíamosequivocado de sala. Las paredes brillaban con una cálida y apagadapátina de opulencia, el sosiego de la antigüedad; pero de pronto todo sedisolvía en claridad, color y luz pura de los países nórdicos,retratos, interiores y bodegones, unos diminutos, otros majestuosos:señoras con maridos, señoras con perros falderos, solitarias bellezascon ropajes de exquisitos bordados y espléndidos comerciantes envueltosen joyas y pieles. Mesas de banquetes tras el festín cubiertas de mondasde manzana y cáscaras de nueces; tapices colgantes y cubertería deplata; trampantojos con insectos pululantes y flores deshojadas. Cuantomás nos adentrábamos en la exposición, más extraños y hermosos sevolvían los cuadros. Limones pelados, con la cáscara un poco endurecidajunto a la punta del cuchillo; la verdosa sombra de un poco de moho. Elreflejo de la luz en el borde de una copa de vino medio vacía.

—A mí también me gusta este —susurró mi madre, deteniéndose a milado frente a una naturaleza muerta más bien pequeña y particularmenteevocadora: una mariposa blanca contra un suelo oscuro, flotando sobrealguna fruta roja. El fondo, de un intenso negro achocolatado, emanabauna compleja calidez que hacía pensar en almacenes abarrotados ehistoria, el paso del tiempo—. Los pintores holandeses sabían cómorepresentar ese límite de lo maduro dando paso a la podredumbre. Lafruta tiene un aspecto perfecto pero no durará, está a punto de pasarse.Y fíjate en este fragmento en particular… —añadió, alargando un brazopor encima de mi hombro para señalar con un dedo. La parte inferior delala de la mariposa tenía un aspecto tan delicado y pulverulento queparecía que el color se correría al tocarlo—. Con qué perfección loplasma. Inmovilidad en un movimiento trémulo.

—¿Cuánto tiempo tardó en pintarlo?

Mi madre, que se había acercado demasiado al cuadro, retrocediópara contemplarlo, ajena al guardia de seguridad con un chicle en laboca cuya atención había atraído y que le miraba fijamente la espalda.

—Bueno, los holandeses inventaron el microscopio —respondió ella—.Eran joyeros, talladores de lentes. Pintaban todo lo más detalladoposible porque incluso las cosas más pequeñas significaban algo. Cuandoves moscas o insectos en una naturaleza muerta…, un pétalo marchito ouna mancha negra en una manzana, el pintor te está transmitiendo unmensaje secreto. Te está diciendo que lo vivo no dura, que todo esefímero. Muerte en vida. Por eso las llaman natures mortes,naturalezas muertas. Puede que, con toda la belleza y el esplendor, noveas de entrada la pequeña mota de podredumbre. Pero si miras con másdetenimiento, ahí está.

Me incliné para leer la nota biográfica impresa en discretasletras en la pared, que me informó de que el pintor —Adriaen Coorte, defechas de nacimiento y defunción inciertas— fue desconocido mientrasvivió y su obra no obtuvo reconocimiento hasta la década de 1950.

—Eh, mamá, ¿has visto esto?

Pero ella ya se había ido. En las frías y silenciosas salas detechos bajos no había ni rastro del eco y clamor palaciegos delvestíbulo principal. Aunque había bastante gente viendo la exposición,se respiraba el aire tranquilo de un remanso sinuoso, una calma envasadaal vacío; largos suspiros y desmesuradas exhalaciones, como unahabitación llena de alumnos haciendo un examen. Yo seguía a mi madre,que zigzagueaba de un retrato a otro: una flor, una mesa de cartas, uncuenco de frutas; se movía por la exposición a un paso más rápido que elhabitual, pasando por alto muchos de los cuadros (nuestro cuarto jarrónde plata o faisán muerto) y dirigiéndose hacia otros sin titubear.(«Aquí está Hals. A veces es tan sensiblero, con todos esos borrachos yfulanas. Pero cuando está inspirado es único. Aquí no encontrarás nadade toda esa exactitud y precisión, él pinta con la técnica de húmedosobre húmedo, zas, zas, y todo es muy rápido. Las caras y las manosestán plasmadas con tanta exquisitez… Sabe qué atrae al ojo, pero fíjateen las telas, tan etéreas, apenas esbozadas. ¡Mira lo abierta y modernaque es la pincelada!») Pasamos bastante rato frente a un retrato deHals de un niño con una calavera en las manos («No te enfades, Theo,pero ¿sabes a quién se parece? A alguien a quien no le vendría mal uncorte de pelo», dijo estirándome el pelo por detrás) y dos grandesretratos también de Hals de unos oficiales dándose un banquete, que alparecer eran muy famosos y habían influenciado muchísimo a Rembrandt.(«A Van Gogh también le encantaba Hals. En alguna parte escribe sobreél: “¡Frans Hals emplea nada menos que veintinueve tonos de negro!”. ¿Oeran veintisiete?») Yo la seguía con una aturdida sensación de estarperdiendo el tiempo, disfrutando de su ensimismamiento, de lo ajena queparecía a los minutos que pasaban volando. La media hora casi habíaterminado; pero yo aún deseaba entretenerla y distraerla, con la puerilesperanza de que el tiempo se escabullera y no llegáramos a la reunión.

—Ahora Rembrandt —continuó mi madre—. Siempre se dice que estecuadro trata de la razón y la ilustración, los albores de lainvestigación científica y demás, pero a mí me parece escalofriante loeducados y formales que se les ve, pululando alrededor de la mesa deautopsias como si fuera el bufet de una fiesta. Aunque…, ¿ves a esos dostipos desconcertados del fondo? No están mirando el cadáver sino anosotros. A ti y a mí. Como si nos vieran aquí delante de ellos, dospersonas del futuro, y nos preguntaran sorprendidos: «¿Qué estáishaciendo aquí?». Muy naturalista. Sin embargo… —recorrió el cadáver conun dedo en el aire—, si lo observas con detenimiento, el cuerpo estápintando de una forma muy poco natural. Emana un extraño resplandor, ¿loves? Es como si le practicaran una autopsia a un extraterrestre. ¿Vescómo ilumina las caras de los hombres que lo están mirando, como sibrillara con luz propia? Lo pinta con una cualidad radiactiva porquequiere atraer nuestra mirada, llamar nuestra atención. Y mira esto…—señaló la mano desollada—. ¿Ves cómo le da relieve pintándola grande ydesproporcionada con respecto al resto del cuerpo? Hasta le ha dado lavuelta de modo que el pulgar esté del revés, ¿te fijas? Bueno, pues nofue una equivocación. La piel ha sido arrancada de la mano, lo vemosinmediatamente, aquí está pasando algo muy grave…, si bien al darle lavuelta al pulgar logra que parezca aún más grave, se detecta de manerasubliminal pero no podemos señalar de qué se trata, hay algo que nofunciona, que no está bien. Un truco muy hábil. —Estábamos detrás de unamultitud de turistas asiáticos y había tantas cabezas que yo apenasalcanzaba a ver el cuadro, aunque no me importó mucho porque había vistoa la chica.

Ella también me había visto. Nos habíamos mirado mientrasrecorríamos las galerías. Yo ni siquiera sabía qué tenía ella deespecial, ya que no era de mi edad y su aspecto resultaba un pocochocante; no se parecía a las chicas de las que solía enamorarme,bellezas serias y frías que te miraban con desdén por el pasillo ysalían con tipos corpulentos. Esa chica era pelirroja; se movía conligereza, y tenía una cara angulosa, pícara y original, y los ojos de uncurioso castaño dorado. Aunque era demasiado flaca, con codos huesudos,y en cierto modo no muy agraciada, algo en ella me removió por dentro.Llevaba en bandolera una maltrecha funda de flauta a la que dabagolpecitos…, ¿una chica de ciudad? ¿Iba a sus clases de música? Quizáno, pensé rodeándola por detrás mientras seguía a mi madre hacia lasiguiente galería; su indumentaria parecía demasiado anodina yaburguesada; seguramente era turista. Pero se movía con más aplomo quela mayoría de las muchachas que yo conocía; la mirada serena ypenetrante que posó en mí al pasar casi rozándome me trastornó.

Yo seguía a mi madre algo rezagado, escuchándola solo a medias,cuando se detuvo con tanta brusquedad frente a un cuadro que casi choquécontra la chica.

—¡Oh, lo siento…! —exclamó sin mirarme, retrocediendo un paso para hacerme sitio.

Era como si alguien hubiera encendido una luz en el interior de su rostro.

—Este es el cuadro del que te he hablado. ¿No es asombroso?

Incliné la cabeza hacia ella como si la escuchara con atenciónmientras mi mirada se dirigía de nuevo a la chica. La acompañaba unextraño anciano de pelo blanco que por la angulosidad de su cara supuseque estaba emparentado con ella, quizá su abuelo; vestía chaqueta depata de gallo, zapatos estrechos y con cordones largos, lustrosos comoun espejo. Tenía los ojos muy juntos, y una nariz aguileña, como depájaro; cojeaba un poco; de hecho, su cuerpo se inclinaba hacia un lado,pues tenía un hombro más alto que el otro; si su postura hubiera sidomás pronunciada habría dicho que era jorobado. A pesar de todo, emanabacierta elegancia. Y adoraba a todas luces a la joven, a juzgar por laexpresión divertida y agradable con que cojeaba a su lado, prestandoatención a dónde ponía el pie, con la cabeza inclinada hacia ella.

—Este es el primer cuadro del que me enamoré —decía mi madre—. Nolo creerás, pero estaba en un libro que solía sacar de la bibliotecacuando era pequeña. Me sentaba en el suelo junto a mi cama y lo mirabadurante horas, totalmente fascinada…, ¡esa pequeña criatura! Esincreíble cuánto puedes aprender de un cuadro si pasas mucho ratoobservando una reproducción de él, aunque no sea muy buena. Empecé aquerer a ese pájaro como quieres a un animal de compañía y acabéadorando el modo en que estaba pintado. —Se rió—. La lección de anatomía se encontraba en el mismo libro, pero me daba pavor. Cerraba el libro de golpe cuando lo abría por esa página por equivocación.

La chica y el anciano se habían detenido a nuestro lado. Cohibido,me incliné hacia delante y miré el cuadro. Era pequeño, el más pequeñode la exposición, así como el más sencillo: un jilguero amarillo sobreun fondo pálido y liso, encadenado por una pata a la percha sobre la queestaba posado.

—Fue alumno de Rembrandt y maestro de Vermeer —continuó mi madre—.Y este pequeño cuadro es en realidad el eslabón perdido entre los dos;en esa pura y clara luz del día ves de dónde sacó Vermeer la cualidad dela luz. Por supuesto, cuando era una niña ni sabía ni me importaba esesignificado histórico. Pero ahí está.

Retrocedí para mirarlo mejor. Era una criatura pequeña, franca ypragmática, no había nada sentimental en ella; y algo en la prolija ycompacta disposición de las alas sobre el cuerpo, la luminosidad, laexpresión alerta y vigilante, me recordó las fotos que había visto de mimadre cuando era niña: un jilguero con la cabeza oscura y la miradafija.

—Fue una tragedia famosa en la historia de Holanda —decía mi madre—. Gran parte de la ciudad quedó destruida.

—¿Qué?

—El desastre de Delft. Allí murió Fabritius. ¿No has oído cómo se lo explicaba esa profesora a los niños?

En efecto, lo había oído. Existían tres paisajes horribles de untal Egbert van der Poel, distintas versiones de las mismas tierrasyermas humeantes: casas calcinadas en ruinas, un molino con las aspasdestrozadas, cuervos volando en círculos en cielos ennegrecidos por elhumo. Una señora de aspecto oficioso había explicado en voz alta a ungrupo de colegiales que hacia 1600 estalló una fábrica de pólvora enDelft, y que el pintor se había quedado tan traumatizado y obsesionadopor la destrucción de su ciudad que se dedicó a pintarla una y otra vez.

—Bueno, Egbert era vecino de Fabritius y tras la explosión delpolvorín perdió el juicio, o al menos esa es la impresión que tengo.Pero Fabritius murió y su estudio quedó destruido junto con casi todossus cuadros excepto este. —Mi madre parecía esperar que yo dijera algo, yal ver que no lo hacía, continuó—: Fue uno de los grandes pintores desu tiempo, en una de las épocas más importantes de la pintura, y gozó demuchísima fama ya en vida. Es una lástima que de toda su obra solosobrevivieran unos cinco o seis cuadros. Lo demás se ha perdido…, todolo que hizo.

La chica y el abuelo merodeaban en silencio a nuestro ladoescuchando a mi madre, lo que me dio un poco de vergüenza. Desvié lamirada, pero fui incapaz de resistirme y miré de nuevo. Estaban tancerca que si hubiera alargado una mano los habría tocado. Ella tiraba dela manga del anciano, para susurrarle algo al oído.

—En fin, si quieres saber mi opinión —decía mi madre—, este es elcuadro más extraordinario de toda la exposición. Fabritius transmitealgo que descubrió por sí solo y que ningún pintor que lo precedió supoplasmar, ni siquiera Rembrandt.

Muy bajito, tanto que a duras penas la oí, la chica susurró:

—¿Tuvo que vivir así toda su vida?

Yo me había preguntado lo mismo; la pata con grillete, la terriblecadena; su abuelo murmuró una respuesta, pero mi madre (que parecíaajena a ellos por completo, aunque estaban a nuestro lado) retrocedió ydijo:

—Es un cuadro tan misterioso, tan sencillo… Realmente tierno… Teinvita a mirarlo más de cerca, ¿verdad? Después de todos esos faisanesmuertos que hemos dejado atrás, aparece esta pequeña criatura viva.

Me permití lanzar otra mirada furtiva a la chica. Estaba apoyadasobre una pierna, con una cadera hacia un lado. Entonces de manerainesperada se volvió y me miró a los ojos; en un instante de confusión,aparté la vista.

¿Cómo se llamaba? ¿Por qué no estaba en el colegio? Habíaintentado leer el nombre garabateado en la funda de su flauta, pero nisiquiera cuando me incliné todo lo posible sin que se notara logrédescifrar los osados trazos puntiagudos de rotulador que tenían más dedibujo que de caligrafía, como una pintada con spray en un vagón demetro. El apellido era corto, solo tenía cuatro o cinco letras; laprimera parecía una R, ¿o era una P?

—La gente muere, eso está claro —decía en ese momento mi madre—.Pero la pérdida de ciertos objetos es tan trágica e innecesaria… Porpuro descuido. En incendios y en guerras. Como el Partenón, queutilizaron como almacén de pólvora. Supongo que todo lo que logramosrescatar de la historia es un milagro.

El abuelo se había adelantado y se encontraba a unos cuantoscuadros de distancia; pero la chica se rezagó unos pasos, y continuólanzándonos miradas a mi madre y a mí. Tenía una bonita tez, blancalechosa, y brazos como cincelados en mármol. Su aspecto era a todasluces atlético, aunque estaba demasiado pálida para ser jugadora detenis; quizá era bailarina o gimnasta, o incluso saltadora de trampolín,practicando a última hora de la tarde en piscinas de azulejos oscurosenvueltas en sombras, ecos y refracciones. Tirándose al agua con elpecho arqueado y los pies en punta, una silenciosa zambullida, elbañador negro brillando entre las burbujas que se formaban y caían de supequeño y tenso cuerpo.

¿Por qué me obsesionaba con la gente de ese modo? ¿Era normalfijarse en desconocidos de una forma tan intensa y febril? Seguramenteno. Me costaba imaginar a un transeúnte que pasaba por la callemostrando tanto interés en mí. Y, sin embargo, esa era la principalrazón por la que había entrado con Tom en aquellas casas: me fascinabanlos desconocidos. Quería saber qué comían y en qué platos, qué películasveían y qué música escuchaban, quería mirar debajo de sus camas, en suscajones secretos, en sus mesillas de noche y en los bolsillos de susabrigos. A menudo veía por la calle a personas de aspecto interesante ypensaba en ellas incansablemente durante días, imaginándome la vida quellevaban, inventándome historias sobre ellas en el metro o en el autobúsurbano. A pesar de los años transcurridos, todavía pensaba en los niñosde pelo negro y uniforme de colegio católico —hermano y hermana— quehabía visto en la estación Grand Central, intentando sacar de maneraliteral a su padre por las mangas de la americana de un sórdido bar.Tampoco había olvidado a la chica frágil de aspecto agitanado que habíavisto en una silla de ruedas frente al hotel Carlyle, hablandoentrecortadamente en italiano con el perro suave y mullido que tenía enel regazo, mientras un elegante individuo con gafas de sol (¿su padre?,¿un guardaespaldas?), de pie detrás de ella, hacía algún negocio porteléfono. Durante años había pensado en ellos, preguntándome quiéneseran esos desconocidos y cómo eran sus vidas, y en ese momento supe queme iría a casa y me haría las mismas preguntas acerca de esa chica y desu abuelo. El anciano tenía dinero; se notaba en su forma de vestir.¿Qué hacían los dos solos? ¿De dónde eran? Quizá formaban parte de unafamilia grande y complicada de Nueva York; gente del mundo académico ode la música, una de esas familias pseudoartísticas del West Side queveías por Columbia o en los conciertos matinales del Lincoln Center. Otal vez, a juzgar por lo agradable y civilizado que parecía el anciano,no era su abuelo sino un profesor de música, y ella era la flautistaprodigio que él había descubierto y llevado al Carnegie Hall para quetocara…

—Theo, ¿me has oído? —me preguntó mi madre de pronto, y su voz hizo que volviera a tomar conciencia de mí mismo.

Estábamos en la última sala de la exposición. Más allá seencontraba la tienda —postales, la caja registradora y montones delibros de papel satinado— y mi madre, por desgracia, no había perdido lanoción del tiempo.

—Tendríamos que salir a ver si sigue lloviendo. Todavía disponemosde un poco de tiempo… —Miró el reloj y luego por encima de mí hacia elletrero de salida—, pero creo que es mejor que baje ya si quiero compraralgo para Mathilde.

Me di cuenta de que la chica observaba a mi madre mientras hablaba—paseando su intrigada mirada por la brillante coleta negra, lagabardina entallada de raso blanco—, y me emocioné al verla por uninstante a través de sus ojos, como un desconocido. ¿Se había fijado enel pequeño bulto que tenía mi madre en la parte superior de la nariz,por donde se la había roto al caer de un árbol cuando era pequeña? ¿O enlos círculos negros que rodeaban los iris azul pálido de sus ojos, quele daban el aspecto salvaje de una solitaria criatura de caza con lamirada fija en una llanura?

—¿Sabes…? —Mi madre miró por encima del hombro—. Si no te importa,me gustaría entrar de nuevo antes de irnos y echar otro vistazo a La lección de anatomía.No he logrado verlo de cerca y temo que no pueda volver antes de que lodescuelguen. —Se alejó corriendo, con los zapatos repiqueteando en elsuelo, y miró atrás, como diciendo «¿vienes?».

Fue tan inesperado que por un instante no supe qué decir.

—Hum, te espero en la tienda —respondí recobrándome.

—De acuerdo. Cómprame un par de postales, ¿quieres? Enseguidavuelvo. —Y se alejó a toda prisa antes de que yo pudiera decir algo.

Con el corazón palpitándome con fuerza, sin poder creer en misuerte, la observé mientras se marchaba deprisa con su gabardina de rasoblanco. Esa era mi oportunidad para hablar con la chica. Pero ¿quépuedo decirle?, pensé furioso. ¿De qué puedo hablar con ella? Hundí lasmanos en los bolsillos y tomé aire un par de veces para serenarme; conel estómago revuelto por la emoción, me volví hacia ella.

Pero, para mi desgracia, la chica se había ido. Mejor dicho,alcancé a ver su cabeza cruzando a regañadientes (o eso me pareció) lasala. Su abuelo había entrelazado el brazo con el suyo, susurrándolealgo al oído con gran entusiasmo, y se la llevaba de allí para miraralgún cuadro de la pared de enfrente.

Lo habría matado. Nervioso, miré hacia la puerta vacía. Hundí lasmanos aún más en los bolsillos y —con la cara ardiendo— empecé a cruzarla sala en toda su longitud de forma llamativa. Transcurrían losminutos; mi madre volvería en cualquier momento; y aunque sabía bien queno tenía el valor de abrirme paso hasta la chica y decirle algo, almenos podría echarle un último vistazo. Hacía poco me había quedadolevantado hasta tarde viendo Ciudadano Kane con mi madre, yestaba obsesionado con la idea de que una persona pudiera fijarse en unafascinante desconocida que pasaba y recordarla el resto de su vida.Algún día yo también sería como el anciano de la película y merecostaría con la mirada perdida en la silla, diciendo: «¿Saben? Eso fuehace sesenta años, y nunca volví a ver a esa pelirroja. Pero lesaseguro que desde entonces no ha pasado ni un mes en que no haya pensadoen ella».

Ya había cruzado más de la mitad de la galería cuando sucedió algoextraño. Un guardia de seguridad salió corriendo por la puerta abiertade la tienda que se encontraba al fondo de la exposición. Llevaba algoen los brazos.

La chica también lo vio. Sus ojos castaño dorado se encontraron con los míos; una mirada interrogante y sobresaltada.

De pronto otro guardia salió corriendo de la tienda. Tenía los brazos levantados y gritaba algo.

Las cabezas se alzaron. Detrás de mí alguien con una extraña vozapagada exclamó un «¡Oh!». Al cabo de un momento una explosión terrible yensordecedora sacudió la sala.

El anciano, perplejo, se tambaleó hacia un lado, con un brazoalargado y los nudosos dedos extendidos; era lo último que yo recordabahaber visto. Casi justo al mismo tiempo hubo un resplandor negro quehizo volar escombros por los aires y los arremolinó a mi alrededor, y enmedio de un rugido de viento abrasador me vi arrojado a través de lasala. Y eso fue lo último de lo que fui consciente.

V

No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Cuando recobré elconocimiento creí estar boca abajo en el cajón de arena de un parqueinfantil que no conocía, en algún barrio desierto. Me rodeaba un grupode chicos achaparrados de aspecto duro que me daban patadas en lascostillas y en la parte posterior de la cabeza. Tenía el cuello torcidohacia un lado y me faltaba el aliento, pero eso no era lo peor: habíaarena en mi boca y respiraba a través de ella.

Los chicos murmuraban con voz audible:

«Levántate, capullo».

«Míralo, míralo.»

«No sabe un pijo.»

Me di la vuelta y arrojé los brazos por encima de la cabeza y —con una sacudida irreal, ilusoria— vi que no había nadie allí.

Por un momento me quedé tumbado, demasiado aturdido para moverme.Las alarmas sonaban amortiguadas a causa de la distancia. Por extrañoque parezca, tenía la impresión de estar en el jardín tapiado de algunaurbanización dejada de la mano de Dios.

Alguien me había dado una buena paliza. Me dolía todo el cuerpo,tenía las costillas molidas y me martilleaba la cabeza como si me lahubiera golpeado con una tubería de plomo. Mientras abría y cerraba lamandíbula, me llevé las manos a los bolsillos buscando el billete detren para regresar a casa; entonces caí en la cuenta de que no sabíadónde me encontraba. Me quedé tumbado con rigidez, tomando conciencia deque había algo fuera de lugar. La luz no era la apropiada, como tampocoel aire, acre y denso, una bruma química que me provocaba escozor degarganta. La textura del chicle que tenía en la boca era granulosa, ycuando, con la cabeza a punto de estallarme, volví la cara paraescupirlo, me encontré parpadeando a través de capas de humo en un lugartan extraño que tardé un rato en reaccionar.

Me hallaba en una cueva blanca y escabrosa de cuyo techo colgabanharapos y guirnaldas. El suelo estaba derruido y cubierto de montones dealgo semejante a la roca lunar, y por todas partes había cristalesrotos y grava, así como una estela de cascotes, ladrillos, escoria ypapel desperdigados al azar, revestido de una fina capa de ceniza querecordaba una primera helada. Sobre mi cabeza brillaban un par delámparas a través el polvo, como los faros torcidos de un coche en laniebla, uno vuelto hacia arriba y el otro hacia un lado, proyectandosombras sesgadas.

Me retumbaban los oídos, así como todo el cuerpo, con unasensación intensamente perturbadora; huesos, cerebro, corazón, mevibraban como una campana. De algún lugar lejano, muy débil, llegaba elgemido mecánico de una alarma, firme e impersonal. No podía saber si elruido sonaba dentro o fuera de mí. Tenía una fuerte sensación de estarsolo en un aletargamiento invernal. Todo era incoherente a mi alrededor.

En medio de una cascada de escombros, con una mano apoyada en unasuperficie que no era del todo vertical, se me crispó el rostro de dolorpor la fuerte jaqueca. En la inclinación del lugar donde me encontrabahabía algo profunda e inherentemente equivocado. En un extremo flotabauna capa inmóvil y densa de humo y polvo. En el otro, una maraña demateriales triturados descendía en pendiente donde debería haber estadoel techo.

Me dolía la mandíbula; tenía la cara y las rodillas llenas decortes, y me notaba la boca como papel de lija. Parpadeando ante el caosdistinguí una zapatilla de tenis; montones de materiales quebradizos deun color sucio; un bastón de aluminio retorcido. Empezaba atambalearme, asfixiado y mareado, sin saber adónde ir o qué hacer,cuando de pronto me pareció oír el sonido de un teléfono.

Por un instante no estuve seguro; escuché con atención y al pocorato volvió a sonar: débil y persistente, un poco extraño. Busqué contorpeza entre los escombros, derribando bolsos y mochilas polvorientas,apartando la mano de objetos ardiendo y pedazos de cristal, cada vez máspreocupado por el modo en que los escombros cedían bajo mis pies enciertos lugares, y por los bultos blandos e inertes que había en loslímites de mi campo visual.

Aun después de convencerme de que no había oído un teléfono y deque el pitido de mis oídos me había jugado una mala pasada, seguíbuscando, registrando con la irreflexiva intensidad de un robot. Entrebolígrafos, bolsos, billeteras, gafas rotas, llaves electrónicas dehotel, polveras, perfumes con atomizador y medicamentos recetados(Roitman, Andrea, alprazolam de 0,25 mg), desenterré un llavero-linternay un móvil que no funcionaba (medio cargado y sin barras de cobertura),y los arrojé en una bolsa plegable de nailon para la compra queencontré en el bolso de una señora.

Boqueaba como un pez, medio asfixiado a causa del polvo de yeso, yme dolía tanto la cabeza que apenas veía. Quería sentarme pero no teníadónde hacerlo.

De pronto vi una botella de agua. Mi mirada se volvió hacia atrás yse paseó por el caos hasta que la vi de nuevo, a unos quince pies dedistancia, medio enterrada bajo un montón de cascotes; solo el atisbo deuna etiqueta, de un tono azul que me resultó familiar.

Con una entumecida sensación de pesadez, como si me moviera por lanieve, empecé a abrirme paso con gran esfuerzo a través de losescombros, oyendo cómo los cascotes se partían bajo mis pies concrujidos semejantes al ruido del hielo. Pero no me había alejado muchocuando, con el rabillo del ojo, percibí un movimiento en el suelo que mellamó la atención en medio de la quietud, un destello blanco sobreblanco.

Me detuve. Luego me acerqué unos pasos más. Era un hombre, tumbadode espaldas y blanco de polvo de la cabeza a los pies. Estaba tan biencamuflado entre las ruinas cubiertas de ceniza que tardé un momento endistinguir con claridad su silueta; tiza sobre tiza, esforzándose porincorporarse como una estatua derribada de un pedestal. Mientras meacercaba, vi que era viejo y muy frágil, con una especie de jorobadeforme; el pelo —o lo que le quedaba de él— se le había quedado tieso; aun lado de la cara tenía unas feas quemaduras, y la cabeza, por encimade una oreja, era un viscoso horror negro.

Me había acercado a donde él estaba cuando —inesperadamenterápido— su brazo cubierto de polvo blanco salió disparado y me agarró lamano. Presa del pánico, retrocedí, aunque él me agarró con más fuerza,tosiendo sin cesar con una mucosidad enfermiza.

«¿Dónde…? —parecía preguntar—. ¿Dónde…?»

Trató de mirarme, pero la cabeza le colgaba pesada del cuello ytenía la barbilla apoyada en el pecho, por lo que se vio obligado amirarme por debajo de las cejas como un buitre. Pero en ese rostrodestrozado sus ojos eran inteligentes y estaban llenos de desesperación.

—Dios mío —dije agachándome para ayudarlo—, espere, espere… —Luego me detuve sin saber qué hacer.

El hombre tenía la mitad inferior del cuerpo torcido en el suelocomo un montón de ropa sucia. Se apoyó en los brazos de un modo que mepareció brioso, moviendo los labios e intentando alzarse aún con granesfuerzo. Desprendía hedor a pelo quemado, a lana quemada. Pero la parteinferior de su cuerpo parecía separada de la superior, y tosió y cayódesplomado hacia atrás.

Miré alrededor tratando de orientarme, perturbado por el golpe quehabía recibido en la cabeza, sin noción del tiempo o de si era de día ode noche. La grandeza y la desolación del espacio me desconcertaron; laelevada y singular altura, con distintas gradaciones de humo a modo decapas e hinchándose con el enmarañado efecto de una tienda de campañadonde debería estar el techo (o el cielo). Pero aunque no tenía ni ideade dónde me encontraba ni por qué, allí todavía seguía flotando el vagorecuerdo del accidente, una carga cinemática en la deslumbrante luz delas lámparas de emergencia. En internet había visto tomas de un hotelvolando por los aires en el desierto, donde el laberinto de lashabitaciones en el momento del derrumbamiento se había quedado congeladoen un estallido de luz semejante.

De pronto recordé el agua. Retrocedí, mirando alrededor, y me dio un vuelco el corazón al ver el polvoriento destello azul.

—Mire —dije, alejándome de él—. Solo voy a…

El anciano me observaba con una mirada a la vez esperanzada y desesperada, como un perro hambriento demasiado débil para andar.

—No…, espere. Enseguida vuelvo.

Di tumbos como un borracho a través de los cascotes, caminando condificultad por encima de objetos que me llegaban hasta las rodillas,abriéndome paso entre ladrillos, cemento, zapatos, bolsos y toda clasede restos carbonizados que no quería ver demasiado de cerca.

La botella, llena en tres cuartas partes, estaba caliente. Pero alprimer trago mi garganta se apoderó de mi voluntad y cuando quise darmecuenta ya me había bebido más de la mitad —con sabor a plástico y tibiacomo el agua para lavar los platos—; me obligué a taparla y a guardarlaen la bolsa para llevársela al anciano.

Me arrodillé a su lado. Noté cómo se me clavaban las piedras enlas rodillas. Él tiritaba, y su respiración era áspera e irregular; sumirada no buscó la mía sino que vagó por encima de ella hasta que seclavó preocupada en algo que yo no veía.

Yo forcejeaba para abrir la botella cuando él alargó una manohacia mi cara. Con sus viejos dedos huesudos y las almohadillas de lasyemas de los dedos planas me apartó delicadamente el pelo de los ojos yme arrancó un pedazo de cristal de la ceja; luego me dio unas palmaditasen la cabeza.

—Vamos, vamos. —Su voz sonó muy débil, ronca y cordial, con un horrible silbido que salía de los pulmones.

Nos miramos durante un largo y extraño momento que nunca heolvidado, como dos animales que se encuentran al atardecer, y de susojos pareció brotar una clara chispa de simpatía; vi la criatura que eraen realidad y creo que él también me vio. Por un instante estuvimosconectados como dos motores del mismo circuito. Después él cayó haciaatrás, tan inerte que pensé que se había muerto.

—Tome —dije con torpeza, poniéndole una mano por debajo delhombro—. Está buena. —Le sostuve la cabeza lo mejor que pude y le ayudé abeber de la botella. Solo tomó un sorbo y casi todo se le deslizó porla barbilla.

De nuevo cayó hacia atrás. El esfuerzo había sido excesivo.

—Pippa —dijo con voz gruesa.

Bajé la vista hacia su cara colorada y quemada, conmovido por algoque me resultaba familiar en sus claros ojos rojizo oscuro. Lo habíavisto antes. Y también había visto a la chica, la más breve instantánea,con la brillante luminosidad de una hoja de otoño: cejas color rojizooscuro, ojos castaño dorado. El rostro de ella se reflejaba en el de él.¿Dónde estaba la muchacha?

Él trataba de decir algo. Los labios cuarteados se movían. Quería saber dónde estaba Pippa.

Resollando y luchando por respirar.

—Procure estarse quieto —dije, agitado.

—Ella debería coger el tren, es mucho más rápido. A menos que la lleve alguien en coche.

—No se preocupe —dije, acercándome. Yo no estaba preocupado.Pronto vendría alguien a ayudarnos, estaba seguro—. Esperaré hasta quevengan.

—Eres muy amable. —La mano (fría y seca como el polvo) se cerrósobre la mía—. No había vuelto a verte desde que eras un niño. Eras todoun adulto la última vez que hablamos.

—Pero yo soy Theo —dije, tras un momento de confusión.

—Por supuesto. —Su mirada, como el apretón de su mano, era firme yafable—. Y estoy seguro de que habéis hecho una gran elección. Mozartes mucho más hermoso que Gluck, ¿no te parece?

Yo no sabía qué decir.

—Será más fácil para los dos. Son muy duros con vosotros en lasaudiciones… —Tosió. Con los labios brillantes de sangre, espesa y roja—.No os dan una segunda oportunidad.

—Escuche… —No me parecía bien dejar que me confundiera con otro.

—Pero los dos juntos lo tocáis maravillosamente bien. El solmayor. No paro de oírlo en mi cabeza. Tan ligero, apenas un toque…—Murmuró unas pocas notas imprecisas. Una canción. Era una canción—. Nosé si ya te lo habré contado, pero cuando tomaba lecciones de piano enla casa de la anciana armenia había una lagartija verde viviendo en lapalmera, verde como una lechuga. Me encantaba vigilarla…, cómo aparecíaen el alféizar…, las luces de colores en el jardín… du pays saint…, tardabas veinte minutos en recorrerlo a pie pero parecían millas…

Se apagó por un instante; yo notaba cómo su mente se alejaba demí, arremolinándose como una hoja en un arroyo hasta perderse de vista.Luego varó en la orilla y volvió a estar allí.

—¿Y tú? ¿Cuántos años tienes ahora?

—Trece.

—¿Y vas al Liceo Francés?

—No, mi colegio está en el West Side.

—Mejor que mejor. ¡Todas esas clases en francés! Es demasiado vocabulario para un niño. Nom et pronom, especie y filum. Solo es una forma de coleccionar insectos.

—¿Cómo dice?

—Siempre hablaban francés en el Groppi. ¿Te acuerdas del Groppi? ¿Con la sombrilla de rayas y los helados de pistacho?

«Sombrilla de rayas.» Me costaba pensar con el dolor de cabeza.Dejé vagar la mirada hasta detenerla en el largo corte que él tenía enel cuero cabelludo, oscuro y coagulado, semejante a una herida de hacha.Cada vez era más consciente de las espantosas formas semejantes acuerpos que había tiradas en medio de los escombros, los cráneos oscurosque no se veían con claridad y que nos rodeaban en silencio, oscuridadpor todas partes, los cuerpos como muñecos de trapo, y sin embargo erauna oscuridad en la que podías flotar, tenía una cualidad aletargada,una estela espumosa que se arremolinaba y desaparecía en un frío océanonegro.

De pronto algo andaba mal. Él estaba despierto y me sacudía.Agitaba las manos. Quería algo. Trató de incorporarse con una inhalaciónsibilante.

—¿Qué pasa? —le pregunté, realizando un gran esfuerzo para mantenerme alerta.

Él jadeaba agitado, tirándome del brazo. Asustado, me erguí y miréalrededor esperando ver algún peligro acercarse: cables sueltos, llamaso el techo a punto de desplomarse.

Cogiéndome la mano. Apretándomela con fuerza.

—Allí no —logró decir.

—¿Cómo dice?

—No lo dejes. No. —Miraba más allá de mí, intentando señalar algo—. Llévatelo de allí.

—Échese, por favor.

—¡No! No deben verlo. —Me agarraba del brazo frenético, tratandode incorporarse—. Han robado las alfombras, lo llevarán al almacén de laaduana…

Vi que señalaba un polvoriento rectángulo de madera que apenas seveía entre las vigas destrozadas y los escombros, más pequeño que elordenador portátil que yo tenía en casa.

—¿Eso? —le pregunté, mirándolo más de cerca. Estaba cubierto degotas de cera y tenía pegado un mosaico irregular de etiquetas que sedesintegraban—. ¿Se refiere a eso?

—Te lo ruego. —Cerró los ojos con fuerza. Se notaba alterado, y tosía tanto que apenas podía hablar.

Alargué una mano y recogí la madera del suelo agarrándola por losbordes. Era sorprendentemente pesada para su tamaño. En una esquinasobresalía una larga astilla del marco roto.

Pasé la manga por la superficie polvorienta. Un diminuto pájaro amarillo, apenas visible bajo una capa de polvo blanco. «La lección de anatomía estaba en el mismo libro, pero me daba pavor.»

«Bien», respondí lánguidamente. Me volví con el cuadro en la manopara enseñárselo a ella y entonces caí en la cuenta de que no estabaallí.

O… estaba y no estaba. Parte de ella estaba allí, pero erainvisible. La parte invisible era la importante. Eso era algo que nuncahabía comprendido. Pero cuando traté de decirlo en voz alta las palabrasme salieron embrolladas, y como si recibiera una bofetada comprendí queme había equivocado. Ambas partes tenían que estar unidas. No podíastener una sin la otra.

Me pasé el brazo por la frente y traté de parpadear para quitarmeel polvo de los ojos; con denodado esfuerzo, como si levantara algodemasiado pesado para mí, intenté concentrar mi mente en lo que sabíaque tenía que pensar. ¿Dónde se encontraba mi madre? Por un instantehabíamos sido tres y uno de ellos, estaba bastante seguro, había sidoella. Pero ahora solo estábamos los dos.

A mi espalda, el anciano había empezado a toser y a tiritar denuevo con una urgencia incontrolable, intentando hablar. Traté detenderle el cuadro.

—Tome —dije. Y volviéndome hacia mi madre, o hacia el lugar donde ella parecía haber estado, añadí—: Enseguida vuelvo.

Pero no era el cuadro lo que él quería. Ansioso, me lo devolvióbalbuceando algo. De la sien del lado derecho de la cabeza le colgaba unamasijo tan viscoso de sangre que apenas se le veía la oreja.

—¿Disculpe? —respondí, pensando todavía en mi madre…, ¿dónde estaba?—. ¿Cómo dice?

—Llévatelo.

—Mire, enseguida vuelvo. Tengo que… —No podía confesarlo, no deltodo, pero mi madre quería que me fuera a casa inmediatamente. Sesuponía que tenía que encontrarme allí con ella, eso era lo único queella había dejado claro.

—¡Llévatelo contigo! —gritó él, empujándolo contra mí—. ¡Vete!—Trataba de incorporarse. Tenía los ojos brillantes y desorbitados; suagitación me asustó—. Se han llevado todas las bombillas, han derruidola mitad de las casas de la calle…

Le corría una gota de sangre por la barbilla.

—Por favor —dije con las manos temblorosas, temeroso de tocarlo—. Por favor, échese…

Él meneó la cabeza e intentó decir algo, pero el esfuerzo le hizotoser de un modo deprimente. Cuando se secó la boca, vi una raya roja desangre en el dorso de su mano.

—Viene alguien. —No muy seguro de si yo le creía y sin saber quémás decir, me miró a la cara buscando algún atisbo de comprensión, ycuando no lo encontró, trató de incorporarse de nuevo—. Fuego —añadió,con voz gutural—. La villa de Maadi. On a tout perdu.

Tuvo otro ataque de tos. De las fosas nasales le salió espumateñida de rojo. En medio de aquella irrealidad de monolitos destrozados ypiedras amontonadas yo tenía la sensación de haberle fallado, como sihubiera fracasado por torpeza e ignorancia en alguna misión crucial.Aunque no había ningún fuego en aquel escenario de escombros, mearrastré hasta el cuadro y lo guardé en la bolsa de nailon solo paraapartarlo de su vista, ya que tanto le perturbaba.

—No se preocupe —dije—. La…

Se había calmado. Me puso una mano en la muñeca con los ojos fijosy brillantes, y un gélido viento de irracionalidad sopló sobre mí. Yohabía hecho lo que tenía que hacer. Todo saldría bien.

Mientras me reconfortaba con esa idea me apretó la mano alentador, como si yo hubiera hablado en voz alta.

—Nos sacarán de aquí —dijo.

—Lo sé.

—Envuélvelo en papel de periódico, chico, y ponlo en el fondo del baúl, con los demás objetos.

Aliviado al ver que se había tranquilizado y acusando el cansancioa causa de la jaqueca, todo recuerdo de mi madre se reducía ahora alaleteo de una polilla, de modo que me tendí a su lado y cerré los ojos,sintiéndome extrañamente cómodo y seguro. Ensimismado, ausente. Éldivagó un poco en voz baja. Nombres extranjeros, sumas y cifras, unascuantas palabras en francés pero la mayoría en inglés. Iba a venir unhombre para mirar los muebles. Abdou estaba en un aprieto por tirarpiedras. Y sin embargo todo tenía sentido de algún modo; vi el jardín depalmeras, el piano y la lagartija verde sobre el tronco del árbol comosi se trataran de las páginas de un álbum de fotos.

«¿Sabrás volver solo a casa?», recuerdo que me preguntó en algún momento.

—Por supuesto. —Yo estaba tumbado a su lado en el suelo, con lacabeza al mismo nivel que su viejo y resollante esternón, de modo queoía cada silbido de su respiración—. Todos los días cojo el tren yosolo.

—¿Y dónde has dicho que vivías ahora? —Me había puesto una mano enla cabeza con mucha delicadeza, como acariciarías a un perro al quequieres.

—En la calle Cincuenta y siete Este.

—¡Ah, sí! ¿Cerca de Le Veau d’Or?

—A pocas manzanas.

Le Veau d’Or era un restaurante al que a mi madre le gustaba ir cuando teníamos dinero. Allí había comido mi primer escargot y tomado mi primer sorbo de Marc de Bourgogne de su copa.

—¿Hacia Park?

—No, más cerca del río.

—Está suficientemente cerca. Merengues y caviar. ¡Cómo me gustóesta ciudad la primera vez que la vi! Pero ya no es la misma. La echomuchísimo de menos. ¿Tú no? El balcón, y el…

—Jardín.

Me volví hacia él. Perfumes y melodías. En la ciénaga de miconfusión había llegado a creer que era un amigo íntimo o un miembro dela familia que no recordaba, un pariente de mi madre perdido hacía muchotiempo…

—¡Oh, tu madre! ¡Qué encanto! Nunca olvidaré la primera vez que vino a tocar. Era la joven más bonita que había visto jamás.

¿Cómo sabía él que yo estaba pensando en ella? Le pregunté sisabía dónde se encontraba ella en ese momento, pero se había dormido.Tenía los ojos cerrados aunque respiraba rápida y entrecortadamente,como si huyera de algo.

Yo mismo me estaba durmiendo —con un estúpido pitido en los oídos yun gusto metálico en la boca, como si estuviera en el dentista—, ypuede que hubiera acabado sumiéndome en la inconsciencia y permanecidoen ella si él no me hubiera sacudido en algún momento con tanta fuerzaque me desperté con una oleada de pánico. Murmuraba algo, tirando de suíndice. Se quitó el anillo, un pesado aro de oro con una piedra tallada,e intentó dármelo.

—Escuche, no lo quiero —dije, asustado—. ¿Para qué me lo da?

Pero me lo puso en la palma de la mano. Su respiración jadeante resultaba desagradable.

—Hobart y Blackwell —añadió con una voz que parecía ahogarse por dentro—. Toca el timbre verde.

—El timbre verde —repetí, indeciso.

Él balanceó la cabeza de un lado para otro atontado, con labiostemblorosos. Tenía la mirada perdida. Cuando la posó sobre mí sin vermesentí un escalofrío.

—Dile a Hobie que salga de allí —dijo con voz gruesa.

Incrédulo, observé cómo le brotaba un hilillo de sangre brillantede la comisura de la boca. Se había aflojado la corbata tirando de ella.

—Espere —dije, inclinándome para ayudarlo.

Pero él me apartó las manos.

—¡Que cierre la caja y se largue! —resolló—. Su padre ha enviado a unos tipos para que le den una paliza…

Puso los ojos en blanco y parpadeó. Luego se desplomó sobre símismo como si se hubiera vaciado completamente de aire; durante unostreinta o cuarenta segundos yació como un montón de ropa vieja, hastaque, con tanta brusquedad que me estremecí, el pecho se le hinchó con unchirrido semejante al de un fuelle, y tosió expulsando un coágulo desangre que me cayó encima con un sonido percusivo. Se apoyó lo mejor quepudo sobre los codos, y durante otros treinta segundos más o menosjadeó como un perro, con el pecho agitándose frenético y los ojosclavados en algo que yo no podía ver, sin dejar de agarrarme la mano niun momento, como si creyera que cogiéndomela con suficiente fuerza securaría.

—¿Está bien? —le pregunté, desesperado, al borde de las lágrimas—. ¿Puede oírme?

Mientras forcejeaba y se sacudía —cual pez fuera del agua—, lesostuve en alto la cabeza, o lo intenté, sin saber cómo hacerlo ytemeroso de hacerle daño, mientras él me aferraba la mano en todomomento como si colgara de un edificio y estuviera a punto de caer. Cadarespiración era un jadeo aislado y gorgoteante, una pesada piedralevantada con terrible esfuerzo y tirada una y otra vez al suelo. Encierto momento me miró a los ojos, con la boca llena de sangre, ypareció que me decía algo, pero las palabras solo borbotearon por labarbilla.

Vi con gran alivio que estaba cada vez más tranquilo, mássilencioso; la fuerza con que me agarraba la mano disminuía, sedesvanecía, daba la impresión de que se hundía, casi como si se alejaradando vueltas sobre el agua.

—¿Está mejor? —le pregunté, y luego…

Con cuidado, dejé caer un poco de agua en su boca y sus labiosreaccionaron, los vi moverse; después, de rodillas como el criado de uncuento, le limpié la sangre de la cara con el pañuelo de cachemir quesaqué de su bolsillo. Mientras él se dejaba ir —cruelmente, en distintosgrados y latitudes— hacia la inmovilidad, me eché hacia atrás sobre lostalones y examiné con atención su expresión desencajada.

—¿Oiga?

Un párpado como de pergamino, medio cerrado, tembló en un tic de venas azuladas.

—Si me oye apriéteme la mano.

Pero la mano que sostenía entre las mías estaba inerte. Me quedésentado mirándolo, sin saber qué hacer. Era el momento de irme, hacíamucho rato que debería haberlo hecho —mi madre lo había dejado muyclaro—, y sin embargo no veía ninguna salida en el espacio donde meencontraba; de hecho, en algún sentido me costaba imaginarme en otraparte del mundo, en otro mundo fuera de ese. Era como si nunca hubieratenido otra vida.

—¿Me oye? —le pregunté, inclinándome más cerca de él y acercando el oído a su boca ensangrentada.

Pero no hubo respuesta.

VI

No quería molestarlo por si solo estaba descansando, así queprocuré hacer el menor ruido posible al levantarme. Me quedé un momentomirándolo mientras me limpiaba las manos en el chaquetón del colegio; yoestaba cubierto de su sangre y tenía las manos pegajosas; luegocontemplé el paisaje lunar de cascotes intentado orientarme y decidirpor dónde ir.

Cuando, con gran dificultad, me abrí camino hacia el centro delespacio —o lo que me pareció que era el centro—, vi que había una puertaoculta tras una cortina de escombros; me volví y eché a andar endirección contraria. Por allí el dintel se había desprendido, dejandouna montaña de ladrillos casi tan alta como yo y un espacio lleno dehumo en la parte superior, lo bastante grande para que pasara un coche.Empecé a trepar, abriéndome paso penosamente por encima y alrededor delos cascotes de cemento, pero no me había alejado mucho cuando mepercaté de que tenía que ir en la otra dirección. En las paredes de loque había sido la tienda del museo había pequeñas llamas chisporroteandoy echando chispas en la oscuridad, algunas de ellas ardían muy pordebajo del nivel donde debería haber estado el suelo.

No me gustaba el aspecto de la otra puerta (gomaespuma manchada derojo; la punta de un zapato de hombre sobresaliendo de una montaña decemento), pero por lo menos la mayor parte del material que la obstruíano era muy sólido. Dando tumbos de nuevo, esquivando cables que echabanchispas desde el techo, me colgué la bolsa al hombro y respiré hondoantes de lanzarme derecho hacia los escombros.

Noté enseguida que me ahogaba con el polvo y el intenso olor asustancias químicas. Tosiendo y rezando para que no hubiera más cablescon corriente colgando, avancé a tientas en la oscuridad mientrasllovían sobre mis ojos toda clase de escombros: grava, pedazos de yeso,esquirlas y fragmentos de algo desconocido.

Algunos de los materiales de construcción eran ligeros, otros no.Cuanto más me adentraba en la oscuridad, mayor era el calor. De vez encuando el camino se encogía o se bloqueaba inesperadamente, y en misoídos resonaba el bullicio de una multitud que no podía situar. Tuve quecolarme entre objetos, y tan pronto andaba como gateaba, percibiendomás que viendo los cuerpos entre las ruinas, una perturbadora presiónblanda que cedía bajo mi peso; pero lo peor de todo era el hedor: a telaquemada, a pelo y carne carbonizados, y el sabor de la sangre fresca,mezcla de cobre, latón y sal.

Me hice cortes en las manos y las rodillas. Me deslizaba pordebajo y alrededor de objetos abriéndome paso a tientas, bordeando conla cadera una especie de torno alargado o viga, hasta que una masasólida que parecía una pared me impidió continuar. Con dificultad, puesel espacio era estrecho, la rodeé e introduje una mano en la bolsabuscando algo con que alumbrarme.

Quería el llavero-linterna —que estaba en el fondo, debajo delcuadro—, pero cerré los dedos alrededor del móvil. Lo encendí y casi alinstante se me cayó de las manos, porque a la luz de la pantalla vi lamano de un hombre asomando entre dos pedazos de cemento. Inclusoaterrado como estaba, recuerdo que agradecí que solo fuera una mano, apesar de que los dedos tenían un aspecto hinchado, oscuro y carnoso quenunca he logrado olvidar; todavía hoy doy un respingo cuando un mendigode la calle alarga una mano igual de abotargada y con un cerco negroalrededor de las uñas.

Aún tenía el llavero-linterna en la bolsa, aunque ahora quería elmóvil. Proyectaba una luz trémula en la cavidad donde me encontraba,pero cuando me recobré lo justo para agacharme y recogerlo del suelo, lapantalla se apagó, lo que produjo un efecto de poscombustión verdelimón en la negrura que tenía ante mí. Me puse a cuatro patas y gateé enla oscuridad, agarrándome con las manos a cascotes y cristal, resuelto aencontrarlo.

Creía saber más o menos dónde estaba, así que continué buscándolo,quizá más tiempo del debido, pues cuando finalmente me rendí e intentélevantarme de nuevo, me di cuenta de que me había introducido en unazona hundida donde era imposible ponerse en pie, con una superficiesólida a unas tres pulgadas sobre mi cabeza. Era inútil dar la vuelta oretroceder; de modo que decidí seguir avanzando a gatas, confiando enque tarde o temprano acabaría abriéndose, y enseguida me encontréarrastrándome muy despacio con la cabeza ladeada, y una sensación deimpotencia y desesperación.

Cuando tenía unos cuatro años me quedé parcialmente atrapadodentro de una cama abatible en nuestro piso de la Séptima Avenida, perolo que podría haber sido un aprieto divertido no lo fue en realidad;creo que habría muerto asfixiado si Alameda, nuestra empleada en aquelentonces, no hubiera oído mis gritos ahogados y me hubiese sacado deallí. Intentar maniobrar en ese espacio sin aire, rodeado de cristalesrotos, metal ardiendo, el hedor a ropa quemada y de vez en cuando algoblando que hacía presión sobre mí y en lo que no quería pensar, era algoparecido o peor. Los escombros caían pesadamente desde lo alto; teníala garganta llena de polvo y tosía sin parar, y me entró el pánicocuando me pareció distinguir la áspera textura de los ladrillos partidosque me rodeaban. Un rayo de luz —el más débil imaginable— entrabasutilmente por mi izquierda, a unas seis pulgadas del nivel del suelo.

Me agaché aún más y me encontré mirando las oscuras baldosas deterrazo de la galería que había más allá. Amontonado en el suelo vi loque parecía ser un equipo de rescate (cuerdas, hachas, palancas, unabombona de oxígeno en la que se leía las iniciales del Cuerpo deBomberos de Nueva York).

—¿Hola? —grité sin esperar respuesta, retorciéndome para deslizarme lo más deprisa posible a través del agujero.

El espacio era estrecho; si hubiera tenido unos años o pesado unaslibras más quizá no habría cabido. A mitad de camino se me enganchó labolsa con algo y por un momento pensé que tendría que soltarla, con osin cuadro, como una lagartija que se desprende de su cola. Pero di unúltimo tirón y se soltó con una lluvia de yeso desmenuzado. Por encimade mí había una especie de viga que parecía sostener un montón de pesadomaterial de construcción, y mientras me escurría por debajo de ella, mesentí aterrorizado por si se resbalaba y me cortaba en dos, hasta queme fijé en que alguien la había apuntalado con un gato de coche.

Una vez fuera, me levanté con dificultad, lloroso y aturdido de alivio.

—¿Hola? —volví a gritar, preguntándome por qué había tanto equipodesperdigado por todas partes si no había ningún bombero a la vista.

La galería estaba poco iluminada pero seguía en su mayor parteintacta, con vaporosas capas de humo que se hacía más denso al elevarse.Sin embargo, solo por las luces y las cámaras de seguridad, que estabantorcidas y vueltas hacia el techo, se notaba que alguna fuerza terriblela había atravesado. Yo estaba tan eufórico de encontrarme de nuevo enun espacio abierto que tardé un par de minutos en percatarme extrañadode que era la única persona en pie en una habitación llena de gente.Excepto yo, todos estaban tumbados.

En el suelo había por lo menos una docena de personas, no todasilesas. Daba la impresión de que habían caído desde una gran altura.Tres o cuatro de los cuerpos se encontraban parcialmente cubiertos conchaquetas de bombero, con los pies asomando por debajo. Otros estabanespatarrados a plena vista en medio de marcas de explosivos. Lassalpicaduras y los chorros transmitían violencia, como gigantescosestornudos de sangre, una histérica sensación de movimiento en medio dela inmovilidad. Se me quedó grabada en particular una señora de medianaedad que vestía una blusa con un estampado de huevos Fabergé que podríahaber comprado en la misma tienda del museo, salpicada de sangre. Susojos —perfilados con una gruesa raya— miraban al techo inexpresivos, ysin duda su bronceado era de bote, ya que tenía la piel de un saludablecolor melocotón, a pesar de que le faltaba la parte superior de lacabeza.

Óleos oscuros, dorados opacos. Tambaleándome un tantodesconcertado, me dirigí con pequeños pasos al centro de la sala. Oía eldesapacible ruido de mi propia respiración, extrañamente superficial,con una nota ligera propia de una pesadilla. No quería mirar pero tuveque hacerlo. Había un hombrecillo asiático, patético con su cazadoramarrón, acurrucado en medio de un charco de sangre, y un guardia deseguridad (cuyo uniforme era lo más reconocible en él, pues tenía gravesquemaduras en la cara) con un brazo torcido detrás de la espalda y algodesagradable pulverizado donde debería haber estado su pierna.

Pero lo principal, lo más importante, era que ninguna de laspersonas allí tumbadas era ella. Me obligué a mirarlas a todas, una poruna —aun cuando no me veía con fuerzas de examinar sus caras, conocíalos pies de mi madre, la ropa que llevaba, los zapatos bicolor blanco ynegro—, y mucho después de haberme cerciorado, me obligué a quedarme depie en medio de los cuerpos, doblado sobre mí mismo como una palomaenferma con los ojos cerrados.

En la galería contigua, más muertos: tres. Un hombre grueso con unchaleco de rombos; una anciana llena de úlceras; una niña de tezlechosa con un rasguño en la sien pero por lo demás ilesa. Y de prontoya no había más. Recorrí varias galerías llenas de equipo desperdigado(y con manchas de sangre en el suelo), pero no vi más cadáveres. Cuandoentré en la galería en apariencia tan lejana donde ella había estado, ala que había ido, la sala de La lección de anatomía, y cerrélos ojos con fuerza pidiendo un deseo, solo encontré las mismas camillasy el equipo. Mientras la cruzaba, en el silencio extrañamenteensordecedor, los únicos ojos que se clavaron en mí fueron los de losdos holandeses desconcertados que nos habían mirado a mí madre y a mífijamente desde la pared: ¿qué estáis haciendo aquí?

De pronto algo cambió. Ni siquiera recuerdo cómo sucedió; yoestaba en un lugar diferente y corría, corría a través de salas donde nohabía más que una nube de humo que volvía insustancial e irreal lagrandeza. Poco antes me había parecido que las galerías seguían un cursobastante recto, una secuencia serpenteante pero lógica donde todos losafluentes desembocaban en la tienda de objetos de regalos. Pero alrecorrerlas de nuevo a paso rápido, en sentido contrario, caí en lacuenta de que el camino distaba de ser recto; y una y otra vez me topabacon paredes vacías y me metía en salas sin salida. Las puertas y lasentradas no estaban donde esperaba encontrarlas; los pedestales surgíande la nada. Al doblar una esquina quizá con demasiada brusquedad casichoqué con un grupo de guardias de Frans Hals: tipos corpulentos yburdos de mejillas coloradas, adormilados a causa de la cerveza, comopolicías de Nueva York en una fiesta de disfraces. Me miraron fríamente,con ojos penetrantes y burlones, mientras me recobraba, retrocedía yechaba a correr de nuevo.

Incluso cuando todo iba bien, a veces me ponía nervioso en elmuseo (deambulando sin rumbo por las galerías de arte de Oceanía, entretótems y piraguas), y tenía que acercarme a un guardia para pedirle queme indicara la salida. Las galerías de pintura eran particularmenteconfusas, pues las reorganizaban con frecuencia; mientras correteaba porlos pasillos vacíos en esa penumbra fantasmagórica me sentí cada vezmás asustado. Pensé que sabía ir hasta la escalera principal, pero alpoco rato de salir a las galerías de exposiciones especiales todo empezóa resultarme muy poco familiar; después de correr mareado durante unpar de minutos doblando esquinas que desconocía, comprendí que me habíaperdido. De algún modo me había abierto paso a través de las obrasmaestras italianas (Cristos crucificados y santos asombrados, serpientesy ángeles enzarzados en luchas) hasta terminar en la Inglaterra desiglo XVIII, una parte del museo que rara vez visitaba y apenas conocía.Ante mí se extendían largas líneas visuales, elegantes pasilloslaberínticos que creaban la ilusión de estar en una mansión encantada:lords con peluca, frías bellezas de Gainsborough observando con desdénmi agitación. Las perspectivas señoriales eran exasperantes, pues noparecían conducir a la escalera o a ninguno de los pasillos principalessino a otras galerías majestuosamente señoriales todas iguales; mehallaba al borde de las lágrimas cuando de pronto vi una discreta puertaen una pared de la galería.

Había que mirar dos veces para verla, ya que era del mismo colorque las paredes; la clase de puerta que en circunstancias normalesmantendrían bajo llave. La única razón por la que me llamó la atenciónfue porque no estaba bien cerrada: el lado izquierdo sobresalía de lapared; no sabía si se debía a un descuido o a que la cerradura nofuncionaba a causa de un corte de luz. Aun así no me resultó fácilabrirla; al ser de acero pesaba mucho, y tuve que empujar con todas misfuerzas. De pronto, con un resuello neumático, la puerta cedió, taninesperadamente, que me tambaleé.

La crucé y salí a un oscuro pasillo de oficinas con un techo muchomás bajo. Allí las luces de emergencia eran más tenues que en lagalería principal, y mis ojos tardaron un rato en adaptarse.

El pasillo parecía prolongarse a lo largo de millas. Asustado,avancé poco a poco, atisbando en el interior de las oficinas cuando laspuertas estaban entreabiertas. Cameron Geisler, secretario. MiyakoFujita, subsecretario. Cajones abiertos y sillas apartadas de losescritorios. En un umbral vi un zapato de tacón tirado de lado.

El aire de abandono era indescriptiblemente escalofriante. A lolejos me pareció oír sirenas de policía, quizá incluso walkie-talkies yperros, pero me pitaban tanto los oídos a causa de la explosión quepensé que tal vez me lo imaginaba. Mi desconcierto era cada vez mayorpor no haber visto ningún bombero, policía ni guardia de seguridad; dehecho, ni una sola alma viviente.

La zona de solo personal autorizado no estaba lo bastante oscurapara encender el llavero-linterna, pero tampoco había suficiente luzpara ver bien. Me encontraba en una especie de almacén o archivo. Lasparedes de las oficinas estaban cubiertas del suelo al techo dearchivadores y estantes metálicos con cajas de plástico y cartón para lacorrespondencia. La estrechez del pasillo me puso nervioso, como si mecercara, y mis pasos resonaban de un modo tan demencial que en un par deocasiones me detuve y me volví para ver si me seguía alguien.

—¿Hola? —grité sin gran convicción, atisbando por alguna de las puertas al pasar.

Varias de las oficinas eran modernas y espartanas; otras estabanabarrotadas y tenían un aspecto sucio, con desordenados montones depapeles y libros.

Florens Klauner, Departamento de Instrumentos Musicales; MauriceOrabi-Roussel, Arte Islámico; Vittoria Gabetti, Textiles. Pasé pordelante de una habitación enorme y oscura con una larga mesa de trabajodonde había pedazos de tela desiguales esparcidos como las piezas de unrompecabezas. Al fondo destacaba una confusión de percheros con ruedascomo los que se ven junto a los ascensores de servicio de Bendel oBergdorf, de los que colgaban muchas bolsas de plástico para prendas devestir.

En la intersección miré a uno y otro lado sin saber qué direccióntomar. Olía a cera de suelo, aguarrás y sustancias químicas, y también ahumo. Las oficinas y los talleres se extendían en todas direccioneshasta el infinito; una red geométrica contenida, fija y anodina.

A mi izquierda parpadeaba la luz de una lámpara en el techo.Zumbaba y fluctuaba en una explosión de estática, y en el trémuloresplandor vi al fondo del pasillo una fuente de agua potable.

Corrí hacia ella —tan deprisa que los pies casi se me escabulleronpor debajo de mí— y, cerrando los labios alrededor del pitorro, bebítanta agua helada tan deprisa que sentí una punzada de dolor en la sien.Entre hipos, me lavé la sangre de las manos, me eché agua en los ojosdoloridos y puse la cabeza debajo del chorro. Pequeños cristales —casiinvisibles— repiqueteaban en la base de la fuente, brillando sobre elacero como agujas de hielo.

Me apoyé en la pared. Los fluorescentes del techo —que vibraban,se encendían y se apagaban con un chisporroteo— me llenaron deinquietud. Con gran esfuerzo me erguí de nuevo; eché a andar otra vez,bamboleándome bajo la luz vacilante. Todo era resueltamente másindustrial por ese lado: palets de madera, una carretilla de base plana,objetos dentro de cajones de embalaje que daban la impresión de estarsiendo trasladados y almacenados. Pasé por otra intersección de la quearrancaba un pasadizo envuelto en sombras que se perdía en la oscuridad,y me disponía a pasar de largo cuando vi al final un resplandor rojo enel que se leía SALIDA.

Tropecé y caí; me levanté de nuevo, todavía con hipo, y eché acorrer por el interminable pasillo. Al fondo de este había una puertacon una barra de metal, como las puertas de seguridad del colegio.

La empujé con un alarido. Bajé corriendo por una escalera oscura;doce escalones, un giro en el rellano y otros tantos escalones hasta elfinal, rozando con la yema de los dedos la barandilla metálica, loszapatos repiqueteando y resonando de un modo tan demencial que era comosi media docena de personas corrieran conmigo. Al pie de las escalerashabía un pasillo gris institucional con otra puerta con barra. Me arrojécontra ella y la abrí con las manos; sentí la fría bofetada de lalluvia en la cara y el ensordecedor aullido de las sirenas.

Me alegré tanto de estar fuera que es posible que gritara, aunquenadie me habría oído en medio de ese estruendo; podría haber gritado porencima de unos motores a reacción en la pista de La Guardia en plenatormenta. Era como si todos los coches patrulla, camiones de bomberos,ambulancias y vehículos de emergencia de cinco distritos aparte deJersey aullaran al unísono en la Quinta Avenida, un sonido tandelirantemente alegre como los fuegos artificiales de Año Nuevo, Navidady el Cuatro de Julio, todos en uno.

Había salido a Central Park a través de una puerta lateraldesierta situada entre los muelles de carga y descarga y elaparcamiento. Las aceras se veían vacías en la distancia verde grisácea,y las copas de los árboles, cubiertas de nieve, se zarandeaban yrabiaban al viento. Más allá, en la calle barrida por la lluvia, laQuinta Avenida estaba obstruida. Desde donde estaba alcancé a ver através del aguacero el gran bombardeo de actividad: grúas y equipopesado, policías haciendo retroceder a la multitud, luces rojas, lucesamarillas y azules, destellos que vibraban, se arremolinaban ypalpitaban en la volátil confusión.

Levanté el codo para protegerme la cara de la lluvia y eché acorrer a través del aparcamiento vacío. La lluvia me caía por la frente yse me metía en los ojos, fundiendo las luces de la avenida en unamancha borrosa que titilaba a lo lejos.

Había furgonetas aparcadas de los cuerpos de policíay de bomberos de la ciudad de Nueva York, con los limpiaparabrisas enmarcha: las unidades K-9, el Batallón de Operaciones de Rescate, elequipo de Hazmat. Los impermeables negros se agitaban e hinchaban alviento. Una cinta amarilla se extendía de un extremo a otro de la salidadel aparcamiento, en la Miner’s Gate, para acordonar la escena delcrimen. Sin titubear, la levanté, pasé corriendo por debajo, y meencontré en medio de la multitud.

Entre tanta confusión nadie reparó en mí. Por unos instantes corríinútilmente de aquí para allá, con la lluvia azotándome la cara. Alládonde miraba pasaban a toda velocidad imágenes de mi propio pánico. Lagente desfilaba a ciegas a mi alrededor: policías, bomberos, tipos concascos, un anciano sosteniéndose el codo roto y una mujer con la narizensangrentada a quienes un agente trastornado ahuyentaba hacia la calleSetenta y nueve.

Nunca había visto tantos coches de bomberos juntos: Brigada 18,Lucha 44, Escalera 7 de Nueva York, Rescate Uno, Camión 4: el Orgullodel Centro. Abriéndome paso entre el mar de vehículos aparcados ygabardinas negras oficiales, vi una ambulancia de Hatzolah, con letrashebreas en la parte trasera y una pequeña habitación de hospitaliluminada que se veía a través de las puertas abiertas. Los enfermerosatendían a una mujer, intentando que se echara cuando ella luchaba porincorporarse. Una mano arrugada con las uñas rojas arañaba el aire.

Llamé a la puerta golpeándola con el puño.

—Tienen que volver ahí dentro —grité—. Todavía hay gente…

—Hay otra bomba —gritó uno de los enfermeros, sin mirarme—. Hemos tenido que evacuar.

Antes de que tuviera tiempo de asimilarlo, un enorme policía cayósobre mí como un trueno; un zoquete con cara de bulldog, con los brazostan hinchados como un levantador de pesas. Me cogió bruscamente por elantebrazo y empezó a hostigarme a empujones hacia el otro lado de lacalle.

—¿Qué coño estás haciendo aquí? —bramó, ahogando mis protestas mientras yo trataba de zafarme.

—Oiga… —Una mujer con la cara ensangrentada se acercó e intentaba atraer su atención—. Oiga, creo que tengo la mano rota…

—¡Aléjese del edificio! —le gritó el policía apartándole el brazo con celeridad, y, dirigiéndose a mí, añadió—: ¡Vete!

—Pero…

Con ambas manos me empujó tan fuerte que me tambaleé y casi me caí.

—¡APÁRTENSE DEL EDIFICIO! —gritó, arrojando los brazos en alto con una sacudida del chubasquero—. ¡AHORA MISMO!

Ni siquiera me miraba a mí; sus pequeños ojos estaban clavados enalgo que sucedía sobre mi cabeza, calle arriba, y la expresión de sucara me aterrorizó.

Con prisas esquivé la multitud de empleados de los servicios deemergencias hasta llegar a la acera de enfrente, justo encima de lacalle Setenta y nueve, siempre atento por si veía a mi madre, pero no lavi. Había un sinfín de ambulancias y otros vehículos sanitarios deurgencias del Beth Israel, el Lenox Hill, el Presbiteriano de NuevaYork, el SME Paramédico del Cabrini. En el diminuto jardín vallado deuna mansión de la Quinta Avenida, detrás de un seto de tejo ornamental,yacía de espaldas un hombre ensangrentado con traje de ejecutivo. Unacinta amarilla extendida de un lado a otro se agitaba y restallaba alviento, pero los empapados policías, bomberos y otros tipos con casco lalevantaban y pasaban por debajo como si no estuviera allí.

Todas las miradas se dirigían hacia el centro de la ciudad, y solodespués averigüé la razón. En la calle Ochenta y cuatro (demasiadolejos para que se viera algo), las unidades de Hazmat se disponían enese preciso momento a desactivar una bomba que no había detonadodisparando un cañón de agua. Resuelto a hablar con alguien paraenterarme de qué había pasado, intenté abrirme paso hasta los coches debomberos, pero los policías arremetían a través de la multitud, agitandolos brazos y dando palmadas para hacer retroceder a la gente.

Agarré de la gabardina a un bombero, un tipo joven de aspecto afable que mascaba chicle.

—¡Todavía hay gente allí dentro! —grité.

—Sí, sí, lo sabemos —dijo a voces el bombero, sin mirarme—. Peronos han dado órdenes de salir. Dicen que dentro de cinco minutos nosdejarán entrar de nuevo.

Sentí un rápido empujón en la espalda.

—¡Moveos, moveos! —oí gritar a alguien. Una voz áspera, con un acento fuerte.

—¡Quíteme las manos de encima!

—¡Vamos, circulen!

Alguien más me empujó por la espalda. Los bomberos, inclinándosehacia atrás en las escaleras de los camiones, levantaban la vista haciael templo de Dendur; los policías esperaban tensos, hombro con hombro,impasibles bajo la lluvia. Al pasar tambaleándome por delante de ellos,llevado por la corriente, vi ojos vidriosos, cabezas asintiendo y piesmarcando de manera inconsciente la cuenta atrás.

Cuando oí el chasquido de la bomba al ser desactivada, seguido delronco clamor de un estadio de fútbol que se elevaba de la QuintaAvenida, yo ya había sido arrastrado hasta Madison. Los policías—guardias de tráfico— agitaban los brazos como las aspas de un molinopara hacer retroceder el torrente de personas aturdidas.

—Vamos, circulen, circulen. —Se abrían paso entre la multitud, dando palmadas—. Todos al este. Al este.

Un policía —un tipo con perilla y un pendiente de aro, como unluchador profesional— empujó a un repartidor con capucha que intentabahacer una foto con su móvil, y este se tambaleó hacia mí y casi mederribó.

—¡Cuidado! —gritó el repartidor, con una voz muy aguda ydesagradable; pero el policía volvió a empujarlo, esta vez con tantafuerza que lo derribó de espaldas sobre la cuneta.

—¿Estás sordo o qué, colega? —gritó—. Circula.

—¡No me toque!

—¿Qué te parece si te rompo la cara?

Entre la Quinta y Madison era una jaula de grillos. Rotores dehelicóptero rugiendo por encima de nuestras cabezas; algarabía a travésde un megáfono. Aunque habían cerrado la calle Setenta y nueve altráfico, estaba congestionada de coches patrulla, camiones de bomberos,barricadas de cemento y torrentes de personas empapadas gritando depánico. Algunas llegaban corriendo desde la Quinta Avenida; otrastrataban de abrirse paso por la fuerza hasta el museo; muchas sosteníanen alto el móvil intentando hacer fotos; otras permanecían inmóviles conla boca abierta mientras la multitud pasaba alrededor de ellas, mirandofijamente el humo negro en los lluviosos cielos de la Quinta Avenidacomo si estuvieran aterrizando los marcianos.

Sirenas; humo blanco elevándose de las rejillas de ventilación delmetro. Un vagabundo envuelto en una manta mugrienta deambulaba con aireansioso y confuso. Yo buscaba desesperado a mi madre entre la multitud,esperando verla, y durante un rato traté de ir a contracorriente deltorrente encauzado por la policía (de puntillas, estirando el cuellopara ver), hasta que comprendí que era inútil retroceder e intentarencontrarla bajo esa lluvia torrencial y entre ese gentío. La veré encasa, pensé. Se suponía que debíamos encontrarnos en casa; ese era elacuerdo en caso de emergencia; ella debía de haber comprendido que noserviría de nada buscarme en medio de tal aglomeración de gente. Aun asíme llevé un pequeño e irracional chasco, y mientras me dirigía a casa(con un dolor de cabeza tan espantoso que veía prácticamente doble) noparé de buscarla, escudriñando las caras anónimas y preocupadas que merodeaban con la esperanza de verla. Mi madre había salido del edificio;eso era lo importante. Se encontraba a varias salas de distancia delepicentro de la explosión. Ninguno de los cadáveres que yo había vistoallí dentro era ella. Sin embargo, por más que lo hubiéramos acordado deantemano, o por mucho sentido que tuviera, por alguna razón me costabacreer que mi madre se hubiera ido del museo sin mí.