En septiembre de 2019, un jaguar macho cruzó por delante de una cámara-trampa instalada especialmente a orillas del río Bermejo, en el Chaco argentino. El hallazgo fue celebrado casi como un milagro. Hacía más de seis años que los rastros del mayor felino de Latinoamérica habían desaparecido de un área que ocupa más de 600.000 kilómetros cuadrados en el noreste del país.
Días después, el ejemplar —que más tarde sería bautizado como Qaramtá, “difícil de matar o destruir” en idioma qom, una de las etnias originales de la región— fue capturado por científicos y guardaparques del Parque Nacional El Impenetrable, se le colocó un collar GPS, y en ese territorio continúa su vida sin evidencia concreta de que algún otro congénere lo acompañe en sus andanzas.
Esa soledad de Qaramtá es, tal vez, el indicativo más dramático del peligro de extinción que atraviesa la Panthera onca; el depredador que ocupa el máximo peldaño en la cadena trófica del continente.
La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) categoriza su estatus como “casi amenazado”, pero una mirada en detalle descubre que la situación es peor de lo que puede imaginarse a simple vista. “Cuando empezamos a estudiar la especie un poco más a fondo nos encontramos datos más preocupantes de los que preveíamos. Hay 34 subpoblaciones distribuidas por toda Latinoamérica, y de ellas, 33 están en peligro concreto de extinción, porque el 90% de los 60.000 jaguares que calculamos existen en la actualidad vive en la Amazonía”, señala José González-Maya, director del Proyecto de Conservación de Aguas y Tierras (Procat) de Colombia y especialista en jaguares.
El dato es aterrador, y no solo desde una visión cientificista. Se sabe que para un ecosistema la desaparición de su depredador tope implica un desequilibrio de consecuencias impredecibles, ya que aumentan las poblaciones de especies intermedias y este incremento impacta a su vez en los animales que ocupan los peldaños más bajos y en la vegetación. Pero si ese auténtico “rey de la selva” fue considerado, y en varios casos aún lo es, un ser mitológico para muchos de los pueblos de la región, el daño cultural de una posible extinción sería tan importante como el biológico.
Los olmecas que habitaban principalmente lo que hoy son los estados mexicanos de Veracruz y Tabasco, padres de todas las culturas de Mesoamérica, fueron los primeros en dejarse subyugar por el colorido de la piel, la elegancia en los movimientos y la ferocidad de los jaguares. Ocurrió hace más de 1.500 años y le valió al tigre americano su ingreso al Olimpo de aquella civilización. Para los olmecas, el primer sol que reinó en los cielos fue Tezcatlipoca, pero cuando este fue desplazado por Quetzalcoátl se transformó en jaguar, en la deidad que gobernaba las noches pero que también tenía influencia en lo que sucedía el resto del día.
Protector espiritual por excelencia de gobernantes, sacerdotes y chamanes, el rostro del jaguar se hizo habitual en esculturas y tallas, y su figura fue símbolo de poder. Desde los mayas y los aztecas a los arhuacos de la Amazonía colombiana y los cucusi de Bolivia consideraron a este gigantesco gato de unos 80 centímetros de altura y cerca de 100 kilos de peso como el encargado de sostener el sol, de proteger la noche o de asegurar la caza y los alimentos.
“Aún hoy, el jaguar tiene una importancia enorme en la cosmogonía de numerosas comunidades indígenas, porque es un ser que representa poder y equilibrio”, explica Fernando Trujillo, director científico de la Fundación Omacha, en Colombia.
El paso del tiempo, sin embargo, iría modificando esa visión admirativa, y tras la colonización, su aura invencible se fue desvaneciendo y un siniestro abanico de amenazas comenzaron a cercarlo sin remedio.
“Sin duda que la pérdida de hábitat es el problema principal que padecen los jaguares, y también el más difícil de detener”, acepta González-Maya, y pone como ejemplo lo que sucede en Brasil y Colombia: “Son países que están sufriendo tasas de deforestación históricas, y allí es muy poco lo que puede hacer una ONG local por frenar maquinarias sumamente poderosas”.
Caminar mucho es una de las características más notables de los jaguares. Mucho significa 20, 30, 40 o incluso más kilómetros diarios, ya sea para buscar alimento o una pareja para aparearse. A esta peculiaridad se añade el carácter territorial de los machos. Cada uno puede controlar un área que va de los 5 a los 500 kilómetros cuadrados sin admitir la presencia de otro individuo del mismo género, lo cual lleva a una sencilla conclusión: es necesaria una superficie muy amplia para que una población grande pueda convivir sin solapar sus dominios, y a medida que esos espacios se van achicando, la abundancia de ejemplares irá decreciendo.
La especie está todavía presente en 18 países, desde el norte de México hasta la Argentina, pero aunque a simple vista pueda creerse que se trata de una extensión inmensa, la suma de los sitios concretos donde puede encontrarse supone apenas el 46% del área de distribución histórica, unos siete millones de kilómetros cuadrados disponibles, contra los 19 millones que se calculan componían su hábitat histórico.
Peor aún: salvo en la Amazonía, los actuales territorios en los que el tigre americano encuentra las condiciones necesarias para desplazarse, alimentarse, reproducirse y criar a su descendencia se hallan fragmentados en extremo. Suelen tratarse de manchas de bosque sin conexión entre sí, lo que añade una dificultad más a la supervivencia a largo plazo: los grupos existentes en cada una de ellas se ven condenados a la endogamia. El resultado es lo que se llama erosión genética. El grupo en cuestión pierde variabilidad y, antes o después, deja de ser genéticamente viable para responder a los cambios en el ambiente.
El proceso de transformación demográfica vivido en el continente americano aportó un nuevo ingrediente a la desmitificación del jaguar. Los nuevos habitantes llegados tras la colonización no veían al tercer felino más grande del mundo (solo el león y el tigre lo superan en tamaño y fuerza de mordida) como un dios sino como un rival, un desafío, una pieza codiciada. Poco a poco, su carácter de ser superior quedó restringido a las comunidades descendientes de los pueblos originarios; y por el contrario, su caza fue ganando un lugar en la creciente nueva cultura.
“En regiones como el Chaco, quien mataba un yaguareté adquiría un prestigio automático entre sus vecinos, lo que se constituía en un incentivo importante para dispararle sin remordimientos a cualquier ejemplar que anduviera por el monte”, relata Verónica Quiroga, bióloga de la Universidad de Córdoba e integrante de Proyecto Yaguareté, una de las iniciativas que intenta evitar la extinción de la especie en Argentina.
La abrupta expansión de la frontera agropecuaria ocurrida durante las últimas décadas en la mayoría de los países americanos —especialmente Brasil, Argentina, Paraguay, Bolivia y Colombia— agregó un elemento de conflicto a la difícil relación entre la Panthera onca y los humanos. La deforestación que limita las largas caminatas de los jaguares también reduce la disponibilidad de presas, lo que los lleva a buscar alimento entre los animales domésticos que puedan deambular por zonas donde los pastizales se confunden con el bosque o la selva. De ese modo, el tigre americano pasó a ser un enemigo declarado para los campesinos cuya subsistencia depende de unas pocas cabezas de ganado vacuno o caprino.
El problema de la caza alcanza una dimensión incluso mayor en Bolivia. “El tráfico de jaguar no solo es un problema de conservación, sino de crimen organizado”, dice Andrea Crosta, director ejecutivo y cofundador de Earth League International, una ONG que se define a sí misma como “la primera agencia de inteligencia para proteger la Tierra”. Fue a partir de una investigación realizada por esta entidad que pudo descubrirse la presencia de al menos tres grupos criminales dedicados al tráfico de partes de jaguar en ese país, todos ellos compuestos fundamentalmente por ciudadanos chinos.
“Los casos de tráfico de partes de jaguar empezaron a aumentar de un modo increíble a partir de 2014, y los relacionamos con la migración de ciudadanos chinos a nuestro país”, opina la bióloga boliviana Ángela Núñez, participante del proyecto Operación Jaguar, promovido por la división holandesa de la UICN.
La llamativa piel del felino concitó siempre la atención del ser humano, y durante décadas fue el trofeo más preciado por los cazadores. Pero, en los últimos tiempos, los objetivos han cambiado. Una transformación que tiene su origen del otro lado del mundo. El último reporte sobre el crimen mundial de vida silvestre emitido por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito apuntan al descenso de la población de tigres asiáticos como la causa principal. “De acuerdo con la UICN, los huesos del jaguar son considerados un reemplazo para los del tigre en la medicina tradicional en Asia”, dice el informe.
Colmillos utilizados como amuletos, joyas o elementos curativos; genitales a los que se atribuyen poderes afrodisíacos; o vísceras y demás partes del cuerpo convertidos en una pasta que se vende a precio de oro como presunto tratamiento para la artritis o las disfunciones sexuales son las nuevas amenazas para el rey de las selvas americanas. La llegada masiva de empresas chinas a Latinoamérica completan un mix macabro. Además de Bolivia, también en Perú, Colombia, Panamá, Surinam, Guyana, y en menor medida en Argentina, México y Brasil se está detectando un aumento en el tráfico ilegal.
Es justamente esta multiplicación de amenazas la que ha alertado a la comunidad científica internacional y alienta la puesta en marcha de múltiples proyectos, nacionales e internacionales, para cortar la sangría cuando todavía se está a tiempo de evitar la catástrofe.
En 2002, la creación de las denominadas Unidades de Conservación del Jaguar fue el puntapié inicial para que de manera sucesiva surgieran iniciativas de todo tipo a lo largo del continente. Las Unidades son territorios que albergan poblaciones de al menos 50 individuos en edad reproductiva y en los que existen una disponibilidad continua de presas y un hábitat en buen estado.
Una década y media después, la progresiva toma de conciencia cristalizó en diciembre de 2018 con la presentación del Plan Jaguar 2030. La estrategia implica un compromiso de los 18 países por los que se distribuye la especie con una meta muy concreta: implementar los esfuerzos financieros y políticos para proteger e incluso ampliar los hábitats que el tigre americano necesita para desarrollarse. El Plan apuesta por aumentar la cantidad de áreas protegidas así como el control que se ejerce en ellas, establecer y mantener corredores biológicos que permitan la conectividad entre los distintos grupos de jaguares, mitigar los conflictos en zonas con actividades humanas y, por supuesto, combatir la cacería de cualquier tipo.
“Casi en todas las subpoblaciones hay trabajos de conservación. Hay que tener en cuenta que al tratarse de una ‘especie paraguas’, con el cuidado del jaguar se está protegiendo a muchas otras que están debajo en la cadena trófica”, subraya José González-Maya.
Este biólogo que divide su actividad entre Colombia y Costa Rica lidera una de las propuestas más originales en la lucha por sostener con vida uno de los símbolos de la naturaleza salvaje de Latinoamérica: la creación de la etiqueta Jaguar Friendly para productos comerciales que se elaboran en la región. “En el movimiento conservacionista mundial existe una tendencia creciente a pensar que la sustentabilidad a largo plazo debe ser un proceso social, de diálogo entre las partes, y desde esa perspectiva es necesario encontrar fórmulas de coexistencia, lograr que los paisajes se compartan y que no necesariamente una meta de conservación deba ir en contra de la producción y el desarrollo económico”, reflexiona el director de Procat Colombia.
Integrante de la Red de Empresas Amigas de la Vida Silvestre (Wildlife Friendly Enterprise Network), una plataforma mundial que ofrece productos tales como té verde amigo de los elefantes o turismo amigo de los gorilas, Jaguar Friendly comenzó su trabajo con del café. “La idea es modificar y adecuar los manejos productivos para contribuir a mantener el hábitat y las presas que necesita el jaguar para sobrevivir; y a partir de allí, transformar esa tarea en un incentivo de mercado. La etiqueta permite acceder a públicos diferenciales que están dispuestos a pagar un sobreprecio por los atributos y características que poseen estos sistemas productivos”, explica González-Maya.
La fama mundial de los cafés de Colombia y Costa Rica fue aprovechada como piloto de pruebas, dado que en ambos países las plantaciones coinciden con áreas de distribución de jaguares, y el experimento tuvo muy buena recepción. El café Jaguar Friendly costarricense se vende en Estados Unidos bajo la marca Pura Vida, merced a una alianza con el zoológico de Phoenix y una empresa tostadora de café que reduce los costes de elaboración, y también se está exportando a Rumania y Países Bajos. Mientras, la Federación Nacional de Cafeteros de Colombia está comenzando a comercializar su café amigable con los tigres americanos a través de la marca El Camino del Jaguar. La idea, además, se va extendiendo a otros productos: “Estamos iniciando proyectos piloto con cacao en el sur de Colombia y en Honduras, y con cueros ecológicos en Bolivia y Paraguay para alimentar el mercado de la moda desde un manejo de la ganadería amigable con los yaguaretés”, se entusiasma González-Maya.
Este tipo de propuestas persigue un objetivo cultural y educativo que tal vez sea menos visible pero resulta igual de trascendente: cambiar la mirada que el habitante rural pueda tener hacia los jaguares para de esa manera disminuir o eliminar los conflictos y, de ese modo, también la cacería.
El último simposio acerca del jaguar mexicano, realizado en los primeros días de diciembre, ofreció la buena noticia de un crecimiento —modesto, pero crecimiento al fin— en el número de ejemplares censados en el país. México es el único estado donde existen cifras concretas y fiables de población de la especie, y el número total pasó de 4.000 en 2010 a 4.800 en 2018, es decir, un 20% de incremento.
El trabajo que Ivonne Cassaigne, doctora en Veterinaria, realiza en tres distritos de Sonora está sin duda colaborando para que esto suceda. La científica mexicana hizo una larga tarea de observación del comportamiento de jaguares y pumas a través de cámaras-trampa y la instalación de collares de monitoreo en varios ejemplares hasta que pudo demostrar a los ganaderos de esas zonas que los grandes felinos prefieren cazar venados o pecaríes antes que vacas, y que para que sus reses no corrieran peligro la mejor receta era aumentar la cantidad de presas silvestres disponibles. La enseñanza funcionó, y en la actualidad los propietarios de cinco ranchos que suman 30.000 hectáreas han dejado de cazar a los animales que les sirven de alimento al tigre y ya no ven al jaguar como un enemigo.
La instalación de estaciones de observación con cámaras-trampa es asimismo el eje del Proyecto Jaguar que lleva a cabo la organización Guyra Paraguay. Por otro lado, el Plan Nacional de Conservación del Jaguar contempla acciones de todo tipo en Perú, el país con la segunda población más numerosa del continente, pero también el que comparte con Bolivia el liderazgo en decomisos y contrabando de partes de jaguares cazados de manera ilegal.
Extinguido en El Salvador y Uruguay, y a punto de serlo en Ecuador, la situación alcanza otro punto crítico en Argentina, la frontera sur del área de distribución de la especie. Sin cifras seguras, se calcula que no hay más de 250 a 300 ejemplares de yaguareté repartidos en tres zonas muy concretas: la selva paranaense, en Misiones, el extremo nororiental del país; las Yungas, una franja de selvas de montaña en el noroeste; y el Gran Chaco, allí donde Qaramtá ejerce su autoridad sin compañía aparente.
En Misiones, la tarea desarrollada por el Centro de Investigaciones del Bosque Atlántico (CeIBA), un grupo de científicos reunidos en defensa de la permanencia y recuperación de ese ecosistema compartido con Brasil y Paraguay, está traduciéndose en un suave pero constante ascenso de individuos. La educación ambiental llevada a cabo con ganaderos y productores de yerba mate y otros cultivos, junto a la creación de parques provinciales y corredores biológicos que permiten conectar distintas áreas protegidas son los focos principales de un trabajo que se realiza en coordinación con las autoridades locales. De este modo, si en 2005 el número estimado de yaguaretés era de unos 30, en la actualidad la cifra se acerca al centenar.
Las Yungas, un territorio favorecido por su difícil acceso, mantiene una población de entre 120 y 150 ejemplares, que comienza a extenderse hacia el este, entre otras razones gracias al programa Paisajes Productivos Protegidos, que la Fundación ProYungas puso en marcha hace una década y que, al igual que Jaguar Friendly, promueve la integración de los criterios de conservación ambiental con los del desarrollo económico de la actividad privada.
Pero es sin duda en el Chaco, un ecosistema muy frágil en el que la presencia del depredador tope se antoja fundamental para lograr cierto equilibrio, donde se libra la batalla más difícil. Los registros de huellas de los últimos años sugieren la presencia de unos 15 ó 20 yaguaretés en libertad, aunque solo se tenga constancia fehaciente de dos: el ejemplar del Parque Nacional El Impenetrable y otro macho que se deja ver de manera circunstancial en las orillas del Parque Nacional Río Pilcomayo, limítrofe con Paraguay. La reintroducción aparece entonces como horizonte destacado para recuperar su presencia en el área.
La Fundación Rewilding Argentina (FRA), que en el transcurso de este año liberó siete ejemplares en el Parque Nacional Iberá, una zona de humedales donde la especie llevaba extinguida desde hace 70 años, es la encargada de monitorear las peripecias cotidianas de Qaramtá. Su método, consistente en criar en semicautividad y sin contacto humano cachorros a los que sus madres les enseñan a cazar para que puedan sobrevivir en estado silvestre, se repite actualmente en la Estación Científica El Teuco, instalada en el interior del Parque Nacional El Impenetrable.
Allí crecen actualmente Nalá y Takajay, los hijos de Qaramtá y Tania, la hembra nacida y criada en cautividad que la Fundación trasladó desde Iberá para “anclar” a Qaramtá al parque. La idea es que dentro de un par de años los pequeños puedan caminar junto a su padre para que la presencia de los yaguaretés deje de ser una extrañeza en la región.
Cuenta la leyenda que la piel del jaguar era de un amarillo impoluto, pero un día un mono la ensució con un mamey. Enfadado, el jaguar lo mató de un zarpazo y, en castigo, el Señor de los Montes alentó a los monos a lanzarles mamey desde los árboles a los jaguares. Desde entonces, las manchas, diferentes en cada individuo, identifican al tigre americano.
Hoy, los puntos que indican en los mapas la presencia del felino en el continente son manchas cada vez más pequeñas. El futuro dirá si somos capaces de evitar que esos mapas queden tan limpios como aseguran era la piel del jaguar mucho antes de que los olmecas lo elevasen a la categoría de un dios.
1937